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Santuario

La inauguración de la nueva sede de exposiciones de La Caixa en la antigua Fàbrica Casaramona, joya rehabilitada del modernismo industrial, promete ser un acontecimiento de lujo y el último, por el momento, de los sucesos que ilustran la montaña de Montjuïc. Las enormes proporciones de las diversas zonas del edificio conceden al visitante todas las virtualidades del movimiento y permiten satisfacer en el futuro múltiples y simultáneas exigencias artísticas. Sospecho que también permitirán reanudar las conjeturas sobre el papel del museo y sus prácticas de conservación y exhibición en el nuevo siglo. El griterío en torno a la institución museística no se desvanece, por más que la pompa de sus querellas haya perdido fuelle cuando el sentido del arte y de la creación viven tiempos prestados por la economia y las tecnologías.

No ha habido relación entre la potencia presupuestaria de la Fundación La Caixa y su esfera de influencia

Me he situado en la entrada principal y en la zona vestibular de acogida junto a los árboles metálicos de Arata Isozaki y, debo confesarlo, he tenido transparencias luminosas. No la idea de que Dios lleva mucho tiempo ausente del mundo, que también, sino cuestiones menos esencialistas sobre la porosidad de las fronteras del arte y de los comportamientos artísticos. Luego me he dado cuenta de que ciertas controversias teológicas rebasaban mis propósitos y me he dedicado a seguir una parte de la espléndida colección permanente dirigida por María Corral, un verdadero lujo del arte contemporáneo, antes de que el hacinamiento popular haga invisible su visión y tengamos que acogernos a la velocidad circulatoria como tarjeta de visita.

Pero no es la convivencia del pasado modernista y la experimentación posmoderna en este hermoso santuario lo que me incita a reflexión. Tampoco la funcionalidad del propio museo con las futuras exposiciones temporales, terreno que intuyo a buen recaudo. Me interesa otro aspecto de la sede de La Caixa, la proyección sociocultural que el centro se impone desde el mismo instante de su inauguración oficial a través de la plataforma Caixafòrum, una de las ideas fuertes, junto a la colección permanente, de Josep Vilarasau, actual presidente de la fundación. Durante años, la Fundación La Caixa, dirigida por Lluís Monreal, ha desarrollado una ingente aportación a la cultura tanto en manifestaciones propias como en infraestructura desde la sede anterior del Palau Macaya. Pero lo positivo de sus propósitos y la vocación funcional de sus objetivos, sobre todo entre determinados sectores sociales -familias, escuelas y talleres educativos, obra social-, no le ha eximido de perfiles difusos en su proyección sociocultural. Dicho de otro modo: no ha habido correspondencia entre su potencial presupuestario y su esfera de influencia bastante cauta, aun tratándose de la mayor plataforma cultural del país y una de las más altas de Europa. Y me parece que desde su nuevo emplazamiento, Caixafòrum debería corregir esta situación. Sin renunciar a hacer lo que ha emprendido desde hace años, así en los programas sociales como en el apoyo a la investigación y el arte multimedia, pero adecuándose a un cambio de escala.

A estas alturas, nadie discute que el ámbito de acción de los grandes museos debe ir más allá de sus proyectos expositivos en el campo de las artes plásticas para dar cabida a movimientos innovadores de la cultura de nuestro tiempo. El problema estriba en cómo nuclear un programa que no suponga la simple administración de vitaminas culturales instantáneas, cómo asumir la condición de centro pluridisciplinar sin dejarse llevar por los simples platos de degustación que entusiasman de entrada pero terminan emborronando las buenas digestiones. Los museos en general tienen apego a la popularidad y al eclecticismo como espejos del comportamiento de sus propios visitantes y no es fácil pensar en un proyecto cultural a resguardo de devociones populistas. Pero el peligro de la naturaleza elitista e intelectual del museo no es menor que el de su condición asistencial y de prestación de servicios. Se admite que los museos quieran constituir una aventura para sus visitantes, pero el acercamiento al mundo del ocio no conlleva necesariamente la entrega a acontecimientos efimeros y eventos de escaparate finalmente ahogados en la indiferencia. Creo firmemente que la riqueza de un museo se mide por su colección y sus exposiciones, pero también por la calidad de su oferta cultural y de su imaginación para afrontar las inquietudes culturales y artísticas de este nuevo siglo.

Caixafòrum reúne este perfil y con las potencialidades de su espacio y la modernización de sus infraestructuras puede convertirse en un entorno vivo. Es cierto que no se puede pretender que Caixafòrum sea una extensión de los programas universitarios, aunque tal como anda la Academia no vendría mal un centro aglutinador de propuestas alternativas tanto a nivel cientifico como en la esfera del pensamiento. Tampoco le corresponde a Caixafòrum llenar los déficit de las instituciones políticas de la ciudad, aunque tampoco le iría mal tomar la iniciativa ante la alarmante pérdida de energía y de ideas de los poderes públicos. Pero desde su propia autonomía necesita un programa definido y un perfil propio coherentes con las inquietudes de diversos sectores sociales, con una oferta innovadora que reúna la producción y divulgación de discursos propios., y con una conciencia cultural que se haga eco de los interrogantes sobre las simples evidencias, que fomente el debate de ideas por encima del consenso apacible.

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No sé si con ello conseguiría atraer más visitantes hacia la ladera de Montjuïc, un faldón sin parque de atracciones y con grandes equipamientos culturales que piden a gritos un diálogo transversal. Pero no albergo dudas de los resultados a medio plazo para la vitalidad cultural de una ciudad adormecida.

Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra.

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