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Columna
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Enfermos y humillados

Con demasiada frecuencia, repiten nuestros gobernantes que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Lo afirman con una insistencia tal que no es difícil adivinar cuánto esconde la afirmación de propaganda. Por desgracia, la realidad es bien distinta y basta acercarnos a ella para advertir la distancia tan enorme que nos separa de ese propósito.

Hace unos días se manifestaban, en Alcoy, los afectados por el síndrome Ardystil. Acompañados por sus familiares y amigos, estas personas se concentraron pacíficamente ante los juzgados de la población, donde leyeron un manifiesto. Era un manifiesto breve, escrito con un lenguaje respetuoso, cargado de moderación, como suele ser el lenguaje de los pobres cuando se ven ante la Justicia. En él se pedía a las autoridades un esfuerzo para solucionar el problema que estas personas padecen.

Diez años llevan los afectados por el síndrome Ardystil reclamando una solución para su problema, sin que se vislumbre ninguna. En este tiempo, han muerto varios de ellos; otros han desarrollado enfermedades y viven unas vidas precarias y sin porvenir. Estos diez años no han sido suficientes, sin embargo, para que nuestros jueces concluyeran el sumario que dará paso al juicio. Tampoco nuestras autoridades sanitarias han podido, en diez años, dar una respuesta a las necesidades de estos enfermos.

Amparo González, la presidenta de la Asociación de Afectados por el Virus de la Hepatitis C, ha contado a este periódico las vicisitudes de los afectados por esta enfermedad. Todos ellos son personas que un día ingresaron en un hospital para sufrir una intervención y salieron del quirófano con sus vidas cambiadas por el contagio de una enfermedad crónica. Desde ese momento, han debido buscar certificados médicos, someterse una y otra vez a revisiones, abonar las minutas de los abogados, pelear por una pensión de invalidez. Cuando estas personas han acudido a nuestros gobernantes para solicitar su ayuda, sólo han encontrado palabras de ánimo, pero ningún remedio.

Que nuestros gobernantes no muestren voluntad para solucionar estos problemas, indica la sociedad tan injusta que estamos construyendo. Ha bastado que unas personas sufrieran un accidente en el que no tuvieron responsabilidad alguna para condenarlas a la marginación. De cuanto ha contado Amparo González, a mí me ha impresionado la conducta tan mezquina de la Administración con los enfermos. Es la misma que advertimos al repasar la historia del caso Ardystil. La enfermedad -sobre todo, cuando afecta a un colectivo y su origen es difuso- te convierte en un sospechoso, donde demostrar que la sufres es un proceso interminable.

A este abandono de la Administración, debemos añadir el provocado por la Justicia, con unos procesos que jamás comienzan. Mientras la vida de estos enfermos se consume, los jueces solicitan nuevas pruebas, acumulan expedientes, mudan de destino... Aunque tal vez la marginación más dolorosa la causen nuestros gobernantes con su indiferencia y su pasividad ante estos dramas. Quizá porque, como ha dicho con lucidez uno de los afectados, 'somos una minoría y no le interesamos a nadie'.

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