Argentina y la piedra filosofal
La clase dirigente en Argentina parece capaz de transmutar la materia, sólo que en sentido inverso al que pretendían los antiguos alquimistas: en vez de descubrir el elixir de la vida o la piedra filosofal que convierta en oro metales pobres, corroen la vitalidad de una sociedad, convierten riquezas en miseria y a un país que fue quimera de millones de emigrantes europeos en otro en ruinas que empuja a su gente a emigrar.
Durante la primera mitad del siglo veinte Argentina estaba entre los diez países de mayor renta per cápita. Hacia 1950 igualaba la de Alemania, Francia o Canadá y doblaba la de España. El tamaño de su economía (PIB) equivalía al de Canadá o Brasil y era 30% mayor que el de España. En 1998, su renta per cápita era la mitad de la de Alemania, Francia o Canadá y apenas dos tercios de la de España. El tamaño de su economía, un tercio del de Brasil, la mitad del de Canadá y 60% del de España. Esta involución no puede explicarse por aspectos que más que causa son consecuencia de los verdaderos males. Es el caso de la corrupción que deriva de un marco institucional y un proceso de privatizaciones que, como reconoce el Banco Mundial, la propicia. Pero no explica el derrumbe económico, pues países como Italia han tenido un formidable crecimiento a pesar de ella. Tampoco la supuesta singularidad política de Argentina, pues las oscilaciones entre populismo y liberalismo, dictaduras incluidas, se dieron coincidiendo con tendencias mundiales. El dogma neoliberal atribuye el problema al gasto público, pero éste supone 13% del PIB, menos de un tercio que en países industriales. El sistema de Convertibilidad, tal como advertimos desde su inicio, fue nefasto, porque sobrevaloraba el peso subsidiando las importaciones, pero sólo agravó problemas preexistentes.
El gran retroceso de Argentina lo provocó la última dictadura militar, que, entre 1976 y 1983, arruinó la industria, reinstaurando el modelo primario exportador impuesto a finales del siglo XIX por la oligarquía triunfante en las guerras civiles posteriores a la independencia, que, a pesar de su carácter oligárquico, introdujo la modernidad en Argentina y fue exitoso mientras las condiciones internacionales eran favorables y la población escasa. Entre 1870 y 1913 triplicó la renta per cápita, pero este éxito se apoyaba internamente en fuerte desigualdad social (2% de la población percibía 20% del ingreso), alta concentración de la propiedad y en un sistema político corrupto y violentamente represivo. Externamente se beneficiaba del boom de demanda europea de alimentos y materias primas, que permitió multiplicar exportaciones agropecuarias gracias a la extrema fertilidad de su mítica pampa y al aumento de precios agropecuarios. Los países industriales europeos necesitaban mercados para manufacturas y capitales, que invertían en infraestructuras y rentables préstamos al Estado. Así se forjó una asociación de las élites nativa y europea basada en la complementariedad de intereses, pues las divisas de exportación permitían importar bienes industriales, pagar préstamos, repatriar beneficios y acumular en el exterior. Esa división del trabajo no dejaba lugar para una amplia industria, salvo la agroalimentaria vinculada a los terratenientes.
La industria emergió cuando la crisis que derivó en la Primera Guerra Mundial redujo el comercio mundial a la mitad, obligó a producir lo que no se podía importar y propició el despegue industrial basado en la sustitución de importaciones, que, forzada por las circunstancias, se aceleró a partir de la crisis de 1929. La reapertura del mercado mundial en los cincuenta agudizó el conflicto entre industria y oligarquía agroexportadora, pero en los años sesenta y setenta la industrialización se aceleró y se hizo más compleja, aunque concentrada en pocas ramas dominadas por transnacionales que monopolizaban el mercado interior, mientras monopolios locales controlaban las exportaciones agroindustriales. El crecimiento económico argentino durante 1914-74 superó al de EE UU, aunque, como la población argentina creció el doble, la brecha per cápita aumentó. En esas décadas de conflictivas y variadas condiciones políticas, la industria, deformada y tecnológicamente dependiente, creció desde el 11% al 30% del PIB, generando creciente empleo y prosperidad social, que a principios de los setenta alcanzó su máximo, dando lugar a esa amplia 'clase media' que caracterizó a Argentina y al auge de la educación, las ciencias (tres Premios Nobel), la cultura y la participación social. La pobreza se redujo al 9% y la desigualdad del ingreso entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de once veces, diferencia menor que la existente en EE UU o Francia.
La dictadura militar instaurada en 1976, en vez de modernizar la industria, hizo tabla rasa con ella, mediante la sobrevaluación monetaria, que provocó una desindustrialización restitutiva de importaciones, convirtiendo a Argentina en paradigma de la globalización. En ocho años de neoliberalismo y terrorismo de Estado -que dejó 30.000 desaparecidos y decenas de miles de expatriados-, la industria se redujo al 22% del PIB, quebrando el complejo metal y electromecánico, el más dinámico y generador de empleo. En consecuencia, éste cayó un 20%; los salarios en el ingreso nacional, un 25%, y la renta por habitante, un 15%. Con el apoyo del FMI, estatizó deuda externa privada, sextuplicando la pública, que alcanzó 45.000 millones de dólares, lo que, sumado a masivos subsidios a monopolios, provocó déficit público.
Deuda externa y déficit fiscal condicionan las finanzas públicas desde entonces, pues para financiarlos deben atraer capitales mediante elevados tipos de interés o privatización de servicios públicos monopólicos -en países desarrollados se invierte en industria manufacturera y 'nueva economía'-. También determinan la política económica, pues para conseguir excedentes exportables que generen divisas se aplican medidas depresivas del mercado interior. Esta trampa financiera, prototípica de la globalización, atenaza a los países subdesarrollados y está en la base del fracaso económico del Gobierno de Raúl Alfonsín. Durante el Gobierno de Carlos Menem, la Convertibilidad eliminó artificialmente la inflación, pero el milagro del equilibrio fiscal se consiguió gracias a la brutal reducción de gastos sociales y al ingreso de 40.000 millones de dólares por privatización de empresas públicas, según condiciones impuestas por el FMI y la banca acreedora. Aunque aumentó el consumo, la sobrevaluación del peso redujo la productividad, transformando el superávit en déficit comercial, que se sumó al déficit fiscal provocado por la deuda y la pérdida de ingresos de los organismos privatizados a la vez que se agotaron las entidades a privatizar. El doble déficit multiplicó la deuda externa, generando un círculo infernal de ajuste-contracción-ajuste, que llevó la economía a la recesión y forzó el abandono de la Convertibilidad, con un brutal impacto social. En una década, el desempleo pasó del 7% (15% incluyendo subocupados) al 18,3% (34,6% con subocupados); esto implica que de un millón y medio de trabajadores parcial o totalmente desempleados se pasó a cinco millones, que llegarían a siete millones por la hecatombe actual, mientras sólo otros siete de treinta y siete millones de habitantes estarían plenamente ocupados, con salarios paupérrimos. No sorprende que la pobreza afecte a casi el 50% de la población, ni que la sanidad y la educación estén en ruinas o la desigualdad registre valores inéditos (la diferencia entre el 10% más rico y el 10% más pobre es de 26 veces). Veintincinco años de desindustrialización, reforzando el papel de Argentina como exportador de productos primarios y agroindustriales de escaso valor y menor capacidad de crear empleo, que suponen un rotundo fracaso del neoliberalismo, generaron sólo la mitad de crecimiento relativo que EE UU, redujeron la renta per cápita al nivel de 1974 y quintuplicaron la pobreza.
El problema de Argentina, en suma, es de proyecto social, pues el elitista vigente es inviable para un país de treinta y siete millones de habitantes, porque excluye al grueso de la población. La experiencia histórica de los países desarrollados y de Argentina muestra que el bienestar está asociado a la industrialización, que siempre se consiguió mediante regulación pública, estableciendo un marco institucional propicio, donde las inversiones productivas se rentabilizan combinando mercado interior y exterior.
La grave situación no se resolverá simplemente con devaluación, eliminación del corralito, medidas asistencialistas y protección de monopolios y terratenientes, responsables de la descomposición argentina. Es necesario reformar profundamente el sistema de regulación económica, política y social del país, para encauzarlo hacia el desarrollo truncado, rompiendo la aparente maldición de la pampa, que hace que la inmensa riqueza natural, que debería ser beneficiosa, se convierta en fuente de maleficio. Es imperioso reformar radicalmente el sistema fiscal, 'insostenible' y 'resultado de una colusión política', de los sectores dominantes, según estudios del Banco Mundial. Para elevar la eficiencia del sector público, corregir la insultante desigualdad y dotar al Estado de capacidad de regulación, hay que reorientar el gasto y aumentar ingresos impositivos, eliminando la evasión, privilegios y amnistías y aumentando la progresividad del sistema. Durante el último medio siglo los impuestos representaron 20% del PIB argentino, frente al 33% en los países industrializados. El impuesto progresivo sobre beneficios sólo aportó de siete a diez por ciento del total, frente al 40% en países industrializados. La reforma de tan injusto e ineficiente sistema es imprescindible para que el sector público ejerza funciones regulatorias básicas, como en países avanzados, desarrollando infraestructuras, sistemas educativo, sanitario, judicial, financiero y de bienestar social eficaces, propios de una sociedad moderna y justa, además de propiciar la innovación, generar un desarrollo equilibrado de sectores productivos y regiones, en un contexto de integración regional a partir del Mercosur.
En síntesis, se requiere un amplio programa de corto y largo plazo que, sin populismo y sin soslayar la globalización, rechace como inevitable políticas que empujan a una sociedad entera a la desintegración y acometa el reto de una transformación progresista, partiendo de un nuevo contrato social que establezca un marco institucional que permita construir una sociedad con futuro. Esto exige la activa participación ciudadana y que los sectores que se benefician del antiguo modelo -y también el FMI- asuman que la situación del mismo es terminal y que si no aceptan un profundo cambio serán arrastrados con él. Quizás esto equivalga a descubrir una auténtica piedra filosofal.
Jorge Fonseca es profesor de Economía Internacional en la Facultad de CC Económicas y EE de la Universidad Complutense de Madrid.
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