Entre presidente y presidente
Con cinco Gobiernos débiles, le basta a Argentina, según el autor, que cree que el país vive una crisis de representatividad.
No se puede vivir de noticias. Es cierto, hasta un punto, que las necesitamos, no sólo por una nostalgia de la Historia que parece estar en los genes, sino porque ahora más que nunca las noticias nos afectan en la vida cotidiana; el famoso aleteo de la mariposa en las antípodas produce infaliblemente un huracán en el hogar, porque los ordenadores funcionan a fuerza de aleteos de mariposa. Pero tampoco podemos vivir de noticias, y en eso falla la metáfora de la alimentación con que se las justifica. La noticia como omelette surprise que se saborea, se evalúa, se digiere, y deja satisfecho o ligeramente asqueado, se ha vuelto anacrónica. El tiempo real es adverso al trabajo de sentido de la metáfora.
La noticia se termina demasiado pronto. Lo notamos con la Gran Noticia del 11 de septiembre pasado. Media hora después se había terminado, y a continuación se desencadenó una redundancia abrumadora que duró semanas, y de hecho dura hasta ahora. La imagen extraordinaria de los aviones estrellándose contra las torres fue demasiado noticia como para permitir un desarrollo narrativo. Sólo quedaba la repetición, acompañada de una cháchara tan vacía que algunos canales de televisión optaron, reveladoramente, por reemplazarla por música de funeral.
Es cierto que una noticia así sucede una vez cada veinte años, o cien. Pero la lógica que la hace noticia exige que suceda todo el tiempo. Si adherimos a esta lógica, y parece no difícil no adherir, terminamos en un estado de impaciencia difícil de controlar. Y como las noticias, por su naturaleza misma, son malas noticias, nos volvemos pesimistas, o peor aún, pesimistas frustrados.
El reciente festival de presidentes que tuvimos los argentinos fue una aleccionadora inversión de las premisas. Primero tuvimos la redundancia, el comentario, la música fúnebre, durante los cuatro interminables años que duró 'la crisis', y después vino la noticia, bajo la forma de la renuncia presidencial y el reemplazo. El carácter inerte de la cháchara interpretativa quedó demostrado por el hecho de que aun puesta antes no sólo no sirvió para explicar nada sino que ni siquiera aminoró la sorpresa de la noticia. Y una vez que ésta sucedió, el anticlímax fue doble, porque todo lo que debía haberla seguido ya había pasado. Fue como el naufragio del Titanic vivido de atrás para adelante: primero la filmación de la película, la construcción de la leyenda, los relatos de los sobrevivientes, su rescate, el hundimiento de los pasajeros uno a uno, la inundación de las cubiertas... y al final, cuando ya estaban todos aburridos de la vieja historia, el choque con el iceberg.
Pero el choque, al silenciar los discursos, despertó a la Historia: se cerraron los bancos, las muchedumbres salieron a apedrear a la policía, empezamos a vivir precariamente. Los que hablaban del fin de la Historia, ¿no estarían pensando en realidad en los inconvenientes de la Historia? Siempre que se anuncia el fin de algo, se lo hace para anunciar el comienzo de otra cosa que viene a reemplazar a lo anterior. Estos profetas debían de estar postulando una nueva Historia, cómoda y apacible, sin accidentes. En ese caso, los ciudadanos que salen a la calle con palos y piedras manifiestan su indignación porque se los obligue a vivir horas históricas. Y su rugido de furia produce Historia. El punto de inflexión de este círculo es la noticia.
Las noticias suelen sucederle a quienes están dispuestos a sacrificar algo, o mucho, para protagonizarlas y que se hable de ellos. En este sentido el campeón mundial es Cuba, nación que lo ha dado todo, literalmente, a cambio de salir en los diarios y ser tema de discusión durante cuarenta años. Después, a buena distancia, venimos los argentinos, que tenemos tanto en común con los cubanos. (El vínculo se materializó en Maradona, que no retrocedió ante la inmolación de su salud con tal de seguir en las primeras planas, y terminó yéndose a vivir a Cuba, supuestamente a recuperar esa salud.) Pueblos afectados de megalomanía, todos lo dicen y tienen motivos para decirlo. Nosotros mismos lo reconocemos. Pero en el fondo de ese reconocimiento persiste una certeza secreta: es una megalomanía razonable. La convicción de nuestra superioridad sigue intacta en el fondo, como el Primer Móvil de nuestra interpretación de las noticias. Lo que nos queda por averiguar entonces es por qué los argentinos somos tan inteligentes, tan dotados, de qué fuente surge nuestra indiscutida ventaja relativa. Nos inclinamos, sinceramente perplejos, sobre este enigma; todas las respuestas se quedan cortas, porque es como la pregunta por la existencia de Dios: los únicos interesados en responderla son los creyentes, y ellos tienen demasiados argumentos. Una de las respuestas, la que dio hace muchos años un peronista que también era un gran escritor, sigue siendo mi favorita porque da cuenta a la vez de nuestro privilegio y de la existencia de Dios: 'La Argentina tiene un gran poder de representación'.
Sea cierto o no, a eso recurrimos en esta ocasión, y reconvertimos todos nuestros problemas, los grandes y los chicos, en una crisis de representatividad. Las multitudes salieron a la calle, a ponerse frente a las cámaras de televisión, batiendo ollas, a renegar de sus representantes, de todos sin excepción. Por un momento pareció como si fuéramos hacia los viejos sueños surrealistas de la anarquía coronada. ¡Que se vayan todos! Una dirigencia política inepta hasta el paroxismo verosimilizaba el clamor popular. No puede sorprender que haya habido cinco presidentes en diez días, más bien sorprende que no haya habido cincuenta. Pero como decía un señor de mi pueblo: para que haya anarquía en paz se necesita un gobierno fuerte. Si no, es la guerra. Y con la guerra todo habría sido noticia, las veinticuatro horas del día.
Con cinco gobiernos débiles nos bastó, por el momento. La representación, al fin de cuentas, es una convención, y en el fondo da lo mismo un presidente u otro. Después del relámpago fugaz de la noticia, sólo nos quedó su repetición, cada vez más pálida. Y, como ya dije, no se puede vivir de noticiasNo se puede vivir de noticias. Es cierto, hasta un punto, que las necesitamos, no sólo por una nostalgia de la Historia que parece estar en los genes, sino porque ahora más que nunca las noticias nos afectan en la vida cotidiana; el famoso aleteo de la mariposa en las antípodas produce infaliblemente un huracán en el hogar, porque los ordenadores funcionan a fuerza de aleteos de mariposa. Pero tampoco podemos vivir de noticias, y en eso falla la metáfora de la alimentación con que se las justifica. La noticia como omelette surprise que se saborea, se evalúa, se digiere, y deja satisfecho o ligeramente asqueado, se ha vuelto anacrónica. El tiempo real es adverso al trabajo de sentido de la metáfora.
La noticia se termina demasiado pronto. Lo notamos con la Gran Noticia del 11 de septiembre pasado. Media hora después se había terminado, y a continuación se desencadenó una redundancia abrumadora que duró semanas, y de hecho dura hasta ahora. La imagen extraordinaria de los aviones estrellándose contra las torres fue demasiado noticia como para permitir un desarrollo narrativo. Sólo quedaba la repetición, acompañada de una cháchara tan vacía que algunos canales de televisión optaron, reveladoramente, por reemplazarla por música de funeral.
Es cierto que una noticia así sucede una vez cada veinte años, o cien. Pero la lógica que la hace noticia exige que suceda todo el tiempo. Si adherimos a esta lógica, y parece no difícil no adherir, terminamos en un estado de impaciencia difícil de controlar. Y como las noticias, por su naturaleza misma, son malas noticias, nos volvemos pesimistas, o peor aún, pesimistas frustrados.
El reciente festival de presidentes que tuvimos los argentinos fue una aleccionadora inversión de las premisas. Primero tuvimos la redundancia, el comentario, la música fúnebre, durante los cuatro interminables años que duró 'la crisis', y después vino la noticia, bajo la forma de la renuncia presidencial y el reemplazo. El carácter inerte de la cháchara interpretativa quedó demostrado por el hecho de que aun puesta antes no sólo no sirvió para explicar nada sino que ni siquiera aminoró la sorpresa de la noticia. Y una vez que ésta sucedió, el anticlímax fue doble, porque todo lo que debía haberla seguido ya había pasado. Fue como el naufragio del Titanic vivido de atrás para adelante: primero la filmación de la película, la construcción de la leyenda, los relatos de los sobrevivientes, su rescate, el hundimiento de los pasajeros uno a uno, la inundación de las cubiertas... y al final, cuando ya estaban todos aburridos de la vieja historia, el choque con el iceberg.
Pero el choque, al silenciar los discursos, despertó a la Historia: se cerraron los bancos, las muchedumbres salieron a apedrear a la policía, empezamos a vivir precariamente. Los que hablaban del fin de la Historia, ¿no estarían pensando en realidad en los inconvenientes de la Historia? Siempre que se anuncia el fin de algo, se lo hace para anunciar el comienzo de otra cosa que viene a reemplazar a lo anterior. Estos profetas debían de estar postulando una nueva Historia, cómoda y apacible, sin accidentes. En ese caso, los ciudadanos que salen a la calle con palos y piedras manifiestan su indignación porque se los obligue a vivir horas históricas. Y su rugido de furia produce Historia. El punto de inflexión de este círculo es la noticia.
Las noticias suelen sucederle a quienes están dispuestos a sacrificar algo, o mucho, para protagonizarlas y que se hable de ellos. En este sentido el campeón mundial es Cuba, nación que lo ha dado todo, literalmente, a cambio de salir en los diarios y ser tema de discusión durante cuarenta años. Después, a buena distancia, venimos los argentinos, que tenemos tanto en común con los cubanos. (El vínculo se materializó en Maradona, que no retrocedió ante la inmolación de su salud con tal de seguir en las primeras planas, y terminó yéndose a vivir a Cuba, supuestamente a recuperar esa salud.) Pueblos afectados de megalomanía, todos lo dicen y tienen motivos para decirlo. Nosotros mismos lo reconocemos. Pero en el fondo de ese reconocimiento persiste una certeza secreta: es una megalomanía razonable. La convicción de nuestra superioridad sigue intacta en el fondo, como el Primer Móvil de nuestra interpretación de las noticias. Lo que nos queda por averiguar entonces es por qué los argentinos somos tan inteligentes, tan dotados, de qué fuente surge nuestra indiscutida ventaja relativa. Nos inclinamos, sinceramente perplejos, sobre este enigma; todas las respuestas se quedan cortas, porque es como la pregunta por la existencia de Dios: los únicos interesados en responderla son los creyentes, y ellos tienen demasiados argumentos. Una de las respuestas, la que dio hace muchos años un peronista que también era un gran escritor, sigue siendo mi favorita porque da cuenta a la vez de nuestro privilegio y de la existencia de Dios: 'La Argentina tiene un gran poder de representación'.
Sea cierto o no, a eso recurrimos en esta ocasión, y reconvertimos todos nuestros problemas, los grandes y los chicos, en una crisis de representatividad. Las multitudes salieron a la calle, a ponerse frente a las cámaras de televisión, batiendo ollas, a renegar de sus representantes, de todos sin excepción. Por un momento pareció como si fuéramos hacia los viejos sueños surrealistas de la anarquía coronada. ¡Que se vayan todos! Una dirigencia política inepta hasta el paroxismo verosimilizaba el clamor popular. No puede sorprender que haya habido cinco presidentes en diez días, más bien sorprende que no haya habido cincuenta. Pero como decía un señor de mi pueblo: para que haya anarquía en paz se necesita un gobierno fuerte. Si no, es la guerra. Y con la guerra todo habría sido noticia, las veinticuatro horas del día.
Con cinco gobiernos débiles nos bastó, por el momento. La representación, al fin de cuentas, es una convención, y en el fondo da lo mismo un presidente u otro. Después del relámpago fugaz de la noticia, sólo nos quedó su repetición, cada vez más pálida. Y, como ya dije, no se puede vivir de noticias
César Aira es escritor argentino, autor de Cumpleaños y La mendiga.
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