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PRIMER ANIVERSARIO EN LA CASA BLANCA

El increíble presidente creciente

George Bush acaba su primer año en la Casa Blanca con más legitimidad y popularidad gracias al 11-S

Enric González

Ha sido un primer año vertiginoso. El hombre que el 20 de enero de 2001 juró defender la Constitución desde la Casa Blanca era un 'presidente accidental', con menos votos que su oponente, con una ignorancia enciclopédica sobre los problemas internacionales y con el propósito expreso de concentrarse en 'pequeños actos de compasión'. Un año después, George Walker Bush es un presidente abrumadoramente popular en su país, volcado en una guerra con ramificaciones planetarias. Todo cambió el pasado 11 de septiembre. ¿Durará el gran Bush? Probablemente no. Lo realmente difícil empieza ahora, cuando los estadounidenses han dejado de vivir pendientes de Osama Bin Laden y prefieren pensar en el fraudulento colapso de Enron, el aumento del paro y la recesión. William Jefferson Clinton fue llamado 'el increíble presidente menguante' cuando se cumplió su primer año de mandato, y no se esperaba gran cosa de él después de una impopular subida de impuestos, una desastrosa incursión en Somalia y un estéril enfrentamiento con el Pentágono por la cuestión de los derechos de los homosexuales en el Ejército.

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Pero fue reelegido en 1996 de forma arrolladora. Las percepciones iniciales suelen ser engañosas, y George W. Bush tiene un ejemplo de ello en la familia. Su padre, al que se llama simplemente el 41 en la Casa Blanca, para distinguirle del actual inquilino, el presidente número 43, cruzó majestuosamente el ecuador de su mandato: libraba una guerra victoriosa (como el hijo), disfrutaba de un masivo respaldo popular (como el hijo) y, también como el hijo, confiaba en resolver sin problemas el debate doméstico sobre los impuestos. 'Lean mis labios: ningún nuevo impuesto', había prometido el 41. 'Para subir los impuestos habrá que pasar sobre mi cadáver', afirma ahora el 43.

Lo que ocurrió con Bush padre es bien conocido: el Congreso le obligó a subir los impuestos y su presidencia se hundió en el último tramo. Lo que puede pasar con Bush hijo es por el momento una incógnita. 'En situaciones de crisis o emergencia nacional, como la causada por el 11 de septiembre, los estadounidenses dejan en suspenso sus dudas sobre el presidente y le atribuyen todo tipo de virtudes heroicas; pero ése es un fenómeno transitorio', advierte el profesor Colin Campbell, que imparte clases sobre liderazgo comparativo (es decir, mide a unos presidentes con otros) en la Universidad de Georgetown.

'Creo que la actuación inicial de Bush fue muy dudosa y que sus aciertos, después de los atentados, deben ser atribuidos más bien a algunas personas muy competentes de su Administración', agrega. Resulta difícil olvidar que George W. Bush accedió a la Casa Blanca llamando grecios a los griegos, ignorando quién era el presidente de Pakistán (el general Pervez Musharraf, su gran aliado de hoy) y convencido de que México sería el principal socio externo de su Administración. Pero eso ha acabado beneficiándole. 'Las expectativas que despertaba eran tan excepcionalmente bajas, que a poco que hiciera tenía que sorprender agradablemente. Eso, y el hecho de que el país se haya envuelto en la bandera como respuesta a los atentados, ha jugado a su favor', opina Forrest Maltzman, profesor de Estrategia Gubernamental en la Universidad George Washington.

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Lo que pocos discuten es que la gestión de la respuesta al terrorismo ha sido, hasta ahora, razonable y eficaz. Incluso los excesos del fiscal general, el ultraderechista John Ashcroft, al recortar algunos derechos civiles, han sido útiles pese a las críticas: han proyectado la imagen de una Administración totalmente volcada en su misión policial y han permitido a Bush desempeñar el papel de policía bueno en comparación con Ashcroft, el policía malo.

Por otra parte, la terminología que Bush se ha acostumbrado a usar ('los malvados', 'vivo o muerto') puede chirriar a oídos europeos, pero suena bien al pueblo estadounidense, más inclinado que otros al maniqueísmo, la simplificación y las situaciones 'puras' y 'viriles' sobre las que se escribió la historia de la conquista del Oeste. Sólo Ronald Reagan (el presidente al que Bush procura imitar, incluso en las botas vaqueras y las siestas exhaustivas), que hablaba también del 'imperio malvado' para referirse a la Unión Soviética, fue tan hábil a la hora de recurrir a los arquetipos norteamericanos.

Desde que Bush se presentó en las ruinas del World Trade Center neoyorquino, el pasado 14 de septiembre, y arengó megáfono en mano a los equipos de rescate, todo son elogios hacia el liderazgo presidencial y la capacidad de sus colaboradores más directos. Eso, sin embargo, es consecuencia directa de los atentados y la guerra. El secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, ha adquirido una gigantesca estatura diplomática.

Pero la edición de la revista Time que se vendía el 11 de septiembre llevaba en portada el titular '¿Qué fue de Colin Powell?', y aseguraba que el único centrista de la Administración había sido arrinconado por Condoleezza Rice, la mucho más dogmática asesora de seguridad nacional. Donald Rumsfeld, el venerado secretario de Guerra, era en ese momento un secretario de Defensa que había conseguido algo casi imposible, pelearse a la vez con el Pentágono y con el Congreso, y circulaban apuestas sobre el momento de su destitución. ¿Y Dick Cheney? El hombre invisible, oculto desde los atentados por una cautela (asegurar la sucesión en caso de muerte del presidente) que empieza a hacerse demasiado larga y un poco exasperante para el público, era respetado entonces y es respetado ahora como piedra angular de la Administración.

Repasando la agenda de la Casa Blanca se descubre que en los días previos a la fatídica fecha de septiembre Cheney preparaba una ofensiva para retomar la iniciativa política, extraviada durante las largas vacaciones veraniegas del presidente, basándose en algo llamado 'comunidades de carácter'. El plan consistía en utilizar los recursos del Gobierno más poderoso del planeta para ayudar a los ancianos a utilizar el correo electrónico, con el fin de que mantuvieran contacto permanente con sus familias. Era el tipo de 'prioridad' que distingue a las administraciones en pleno naufragio. El efecto magnificador de la crisis terrorista se aprecia aún mejor examinando a quienes no se han beneficiado de él. La educación era el plato estelar en el menú propuesto por el Bush prebélico, pero muy pocos estadounidenses (menos de cinco entre 100, según los sondeos) se han enterado aún de quién es Tommy Thompson, el responsable de la materia en el Gobierno, pese a que acaba de aprobarse una reforma educativa.

En situación similar, o más clandestina si cabe, se encuentran Ann Veneman (Agricultura), Donald Evans (Comercio) y Elaine Chao (Trabajo). El secretario del Tesoro, Paul O'Neill, carece de crédito en Wall Street, justamente el lugar donde debería tenerlo. Y a Norman Mineta, el secretario de Transportes, sólo se le conoce por el endurecimiento de las medidas de seguridad aérea y las colas en los aeropuertos.

El sector doméstico del Gabinete lleva una existencia anónima, en el mejor de los casos, y no se intuye que puedan cambiar las cosas. Tratándose de una Administración que prometía volcarse en los asuntos internos, no puede decirse que se haya cubierto de gloria.

En el terreno exterior, donde Bush y su equipo pisan fuerte, se adivina un futuro incierto. La Casa Blanca ha conseguido su propósito de romper el tratado ABM sobre limitación de misiles balísticos firmado con Moscú en 1972, sin que Vladímir Putin (al que Bush llama simplemente 'Vladímir') haya opuesto gran resistencia. El tratado se ha roto con el fin de poder realizar las pruebas necesarias para construir un escudo antimisiles, basado en la intercepción de los proyectiles enemigos, sobre el territorio estadounidense. Lo que no está claro es si el escudo, cuya primera fase de desarrollo se presupuesta en 10.000 millones de dólares, es tecnológicamente factible. La Marina norteamericana canceló en diciembre pasado uno de los programas iniciales, tras una serie de ensayos fallidos. Podría ocurrir que se hubiera renunciado al ABM, lanzando un mensaje de estímulo al aumento de arsenales nucleares en Asia, a cambio de nada.

Más perentoria es la cuestión del desarrollo de la guerra. El Pentágono ha acabado fácilmente con el régimen de los talibanes, pero la opinión pública estadounidense empieza a preguntarse cuál es ahora el motivo de la presencia en Afganistán. Las bases de Al Qaeda han sido destruidas y las afganas no necesitan cubrirse el rostro (aunque muchas sigan haciéndolo), pero Osama Bin Laden y el mulá Mohamed Omar parecen haberse evaporado. Al margen de algo tan imprevisible como la posibilidad de nuevos atentados, la Casa Blanca se inclina por proseguir la campaña antiterrorista en zonas relativamente blandas, como Somalia o Yemen, o por colaborar con gobiernos como los de Flipinas o Indonesia en su lucha contra los extremistas islámicos.

Irak permanece aparcado, temporalmente, pero la muy influyente Condoleezza Rice reconoce que 'en algún momento habrá que enfrentarse' con Sadam Husein. Cuanto peor evolucione la situación económica interna en Estados Unidos, mayor será la tentación de galvanizar de nuevo a la opinión pública con una guerra contra el líder iraquí, indiscutible malvado entre los malvados para los estadounidenses.

El día del comandante en jefe

El 11 de septiembre de 2001 será siempre el día crucial de la presidencia de George W. Bush, el hito que marca el antes y el después. El presidente accidental se convirtió en esa fecha en el comandante en jefe. Paradójicamente, ésas fueron las 24 horas más lamentables de Bush, las que la Casa Blanca trata de ocultar en el olvido. Bush recibió la noticia de los ataques contra las Torres Gemelas en una escuela de Sarasota (Florida), rodeado de niños de siete años, y supo mantenerse tranquilo. Después, sin embargo, se dejó llevar por sus asesores y encadenó las equivocaciones.

Su primer mensaje a la nación, a las 9.30 de la mañana, tres cuartos de hora después del inicio de los acontecimientos, fue puntual, pero desafortunado. El presidente proyectó la imagen de un hombre nervioso y desorientado al afirmar que aquello era una 'tragedia nacional' y que los culpables no quedarían sin castigo. En esos mismos momentos, el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, cubierto de polvo, caminaba por las calles de la ciudad y dirigía personalmente la emergencia.

Lo que siguió fue peor. No se sabía cuándo iban a detenerse los atentados. Los agentes del servicio secreto, cuya obligación era proteger la vida del presidente, indicaron a Bush que debía ocultarse. Bush reconoció después que en ese momento dudó y que su impulso fue el de volver a Washington. Pero cedió, y fue trasladado en avión a un búnker militar en el Medio Oeste.

A partir de ahí, la figura presidencial desapareció. En unas horas críticas, la única referencia para los estadounidenses fue Giuliani, que no dejó de informar, tranquilizar y trabajar sobre el escenario mismo del desastre.

Desde un búnker secreto, Bush fue trasladado a otro escondite. Regresó a Washington a las siete de la tarde, y a las 8.30 volvió a situarse ante las cámaras para hablar de nuevo a sus conciudadanos. La intervención fue de nuevo deficiente: incluso en boca de un hombre de lenguaje llano, como Bush, la palabra que eligió para referirse a los terroristas (folks, término de connotaciones amistosas traducible como 'tipos', o incluso 'colegas') sonó muy poco apropiada. Por entonces ya se habían levantado críticas contra la larga ausencia del presidente, y los asesores de la Casa Blanca se esforzaban en minimizar el daño infligido a la imagen de George W. Bush.

Inmediatamente se informó de que el motivo de la larga ausencia y del ocultamiento había sido 'una amenaza concreta' recibida específicamente contra el avión presidencial. Por razones de seguridad, no podían darse más detalles. En días posteriores, sin embargo, la Casa Blanca reconoció que nunca existió tal 'amenaza'.

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