Más allá de la anécdota
Hablé con él por última vez el domingo. Se celebraba el tradicional Almuerzo del Director, que él debería haber copresidido como académico más antiguo. Se puso al teléfono para excusarse y con voz fatigada, de campana herida, me encargó que saludara 'a todos y cada uno de los compañeros'. No sé por qué me sonó a despedida.
Lo había conocido en Oviedo hace más de cuarenta años en la trastienda de la Librería Summa, mientras él hacía tomar nota a su secretario de un montón de anécdotas, que los contertulios iban desgranando y que él convertiría más tarde en apuntes carpetovetónicos, esa célula matriz de toda la escritura de Cela que constituía una nueva forma literaria de las orteguianas notas de andar y ver. Los nómadas, le gustaba repetir, se dedican al pillaje y al pastoreo. Como vagabundo, Cela anda 'a lo que salta'. No hace falta que sea un suceso extraordinario, algo portentoso: 'Me pasma todo, una mujer que mira, un niño que se queda paralítico, una gallina que pone un huevo'. Todo es susceptible de ser convertido en objeto de arte.
Para que eso suceda, la palabra ha de ir despojando a lo percibido de las muchas máscaras convencionales que envuelven a la verdad de las cosas. Incluso de la máscara literaria. En la base del arte creador de Cela está sin duda una lectura selectiva: Cervantes, Quevedo, Baroja, Valle-Inclán... Pero lo que ellos le prestan es el molde y la perspectiva. A partir de ahí, él quiere hablar con voz propia, evitando a toda costa 'el eufemismo, esa lepra que corroe las carnes literarias españolas'. Glosando a Stendhal, él podía decir: 'Yo escribo en español, no en literatura española'.
Y qué español. Podrá discutirse, y se discute, tal o cual novela de su larga nómina, tal o cual título de su gigantesca obra, de su teatro, de su poesía, de los libros de viaje o de las estampas. Pero nadie discute la maestría de escritura, su deslumbrante artificio multiplicado en páginas, para decirlo con un verso suyo, 'que alumbraron tan fuerte como si ardieran versos'. No lo evoco al azar. Porque, a mi juicio, Cela, que empezó su carrera literaria publicando un libro de poesía surrealista, era sobre todo poeta. No otra cosa que un largo poema es su última, espléndida novela, Madera de boj, que nace de la intuición poética de que 'el viento pasa, pero la mar permanece' y que impone el ritmo del recuerdo y el de la novela: 'Zas, zás, zas, zás, zas, zás'. Al hilo de ese ritmo ternario se van engarzando mitologías célticas, dichos populares, noticias de naufragios: todo fundido y transfigurado por la fuerza de una riqueza léxica rigurosamente portentosa.
'Debajo de cada palabra -decía Cela- duerme una idea su sueño calenturiento'. Esto es, en lo real late agazapada la irrealidad. Con frecuencia se ha objetado a Cela el que atienda sobre todo al lado esperpéntico de la vida y el que, pretextando 'estrujar la vida contra el corazón', trate a sus personajes con frialdad y hasta de manera despiadada. Es cierto que gran parte de su obra aparece marcada por un fatum. Como buen gallego, para Cela la muerte era una vecina familiar, y no olvidemos que el tremendismo fue flor de la literatura de posguerra. Pero, al igual que ocurre en sus maestros bienamados -en Quevedo o Baroja, sin ir más lejos-, entre lo descarnado, tenebroso e incluso cruel, se adivina la ternura.
Tal vez ese dualismo tenga que ver con su propia personalidad, un híbrido de provocador ibérico -'el que resiste, gana'- y de lord británico. Más allá de las anécdotas para todos los gustos conviene en esta hora de la verdad, purgados de ditirambos y eufemismos, atender a lo sustancial, a la categoría: se nos ha muerto uno de los más grandes escritores españoles del siglo XX, uno de los más universales: a veintiséis lenguas fue traducido el Pascual Duarte. En definitiva, él hizo verdad lo que decía Don Quijote: que 'el que lee mucho y cuida mucho, ve mucho y sabe mucho'.
Víctor García de la Concha es director de la Real Academia Española.
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