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Células madre, embriones y clonación: ¿el nacimiento de un nuevo paradigma?

El científico pionero en el uso de células madre para tratar la diabetes explica la gran relevancia médica de la investigación con embriones y defiende una ética no confesional basada en la tolerancia.

En 1962 el físico e historiador de la ciencia (y posteriormente, filósofo) norteamericano Thomas S. Kuhn (1922-1996) publica la primera edición de La estructura de las revoluciones científicas. Aunque no exenta de críticas, la reflexión de Kuhn ha sido de cierta utilidad tanto para los estudiosos de la ciencia como para quienes hacemos ciencia a secas. En su ensayo, Kuhn intenta resolver cómo se produce el progreso científico, cómo determinados conceptos, a los que denomina paradigmas, se instalan en ese extraordinario bagaje de métodos, conceptos y actitudes al que denominamos ciencia, produciendo las llamadas revoluciones científicas. Para ello, utiliza el ejemplo del descubrimiento del oxígeno por Lavoisier y Priestley: de la teoría del flogisto, con poca penetración en la tecnología de la época, se pasa a la conclusión de que el oxígeno es uno de los dos componentes esenciales de la atmósfera. Cada revolución científica ha supuesto el rechazo por parte de la comunidad de teorías aceptadas anteriormente; ha modificado las normas científicas de trabajo, y ha originado fuertes controversias.

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El objetivo de este artículo es analizar si la clonación de la oveja Dolly y la obtención de células madre a partir de la masa celular interna del blastocisto humano constituyen un nuevo paradigma con el que vamos a convivir en las próximas décadas y, sobre todo, cómo ello puede afectar a nuestras vidas. Cuando se reflexiona sobre las posibilidades de este nuevo paradigma da la sensación de que hablamos de ciencia ficción, pero de una ciencia ficción que parece estar a la vuelta de la esquina, y que en esta ocasión no son novelistas o escritores más o menos consagrados quienes la describen, sino científicos de prestigio, algunos con el premio Nobel, y empresas biotecnológicas punteras. Como señaló Isaac Asimov, uno de los grandes maestros de la ciencia ficción, lo difícil no era imaginarse la invención de una aparato nuevo como la televisión, sino cómo la televisión acabaría afectando a nuestras vidas.

La creación de la oveja Dolly, publicada a finales de 1997, es para muchos científicos uno de los descubrimientos más importantes del último siglo. ¿Por qué? Desde luego, no por la posibilidad de obtener duplicados de Adolf Hitler, Albert Einstein o Marylin Monroe, posibilidades que han recibido un eco en la prensa de tamaño similar al desconocimiento que ciertos periodistas tienen de la importante contribución de los nutrientes maternos durante el embarazo y del ambiente familiar y social en los primeros años de vida.

Puede que la clonación reproductiva acabe teniendo un interés biotecnológico en la producción de proteínas o de órganos para xenotrasplantes en animales transgénicos, como han mostrado sus creadores y, sin lugar a dudas, la clonación terapéutica va a ser de utilidad en la obtención de células inmunocompatibles para los pacientes, pero, con mucho, la aportación más importante de Dolly, y la razón por la cual Ian Wilmut y Keith Campbell se hacen acreedores del Premio Nobel de Fisiología y Medicina, es por el cambio de paradigma que ha producido en la biología.

Los creadores de la oveja Dolly, en una arriesgada apuesta, demostraron que el núcleo de una célula adulta puede ser reprogramado cuando se transfiere a un óvulo de la misma especie al que se le ha quitado previamente su núcleo. Es decir, que hay factores en el óvulo que reprograman el ADN de forma que se puede volver a empezar desde cero. Este cambio de paradigma implica que en el núcleo de cualquier célula adulta se encuentra el programa genético para el desarrollo de un nuevo individuo. Un descubrimiento de este calibre tiene importantes consecuencias en el ámbito científico, médico, económico y ético. Analicemos algunas de ellas.

La clonación terapéutica, es decir, la obtención de blastocistos (embrión preimplantatorio de una semana) a partir del núcleo de una célula adulta del paciente y de un óvulo humano previamente enucleado, es una de las consecuencias científicas, pero no la única. En 1998 salen a la luz otros estudios en los que James Thomson, de la Universidad de Wisconsin, muestra, por una parte, cómo se pueden obtener células madre a partir de blastocistos humanos, y Angelo Vescovi, de la Universidad de Milán, por otra, nos apunta que las células adultas son más versátiles de lo que se suponía y, comportándose como células madre, pueden dar lugar a otros tipos celulares. Estos hallazgos abren una amplia serie de posibilidades médicas, dando lugar a la así llamada medicina regenerativa. Por primera vez se plantea la bioingeniería de tejidos y órganos a partir de células madre.

Rápidamente la industria biotecnológica reconoce la posibilidad de obtener bancos de células que, de forma ilimitada, cubran las necesidades de órganos y tejidos para trasplantes, de regenerar células compatibles con el paciente o de disponer de cultivos de células para ensayos farmacológicos, toxicológicos o medioambientales que sustituyan a los ensayos en animales y eviten por lo tanto el sacrificio de miles de animales de laboratorio.

No es casualidad que Celera Genomics, dos días antes de anunciar en la revista Science su versión del genoma humano, lo hiciese en una sesión sobre células madre que tenía lugar en el Estado de Colorado, cerca de Durango, en la mitad de las Montañas Rocosas, donde un grupo de científicos norteamericanos, europeos y japoneses, aislados por la fuerte nevada que caía, estábamos discutiendo las posibilidades terapéuticas de esas células embrionarias. Al mismo tiempo, Celera anunciaba una alianza estratégica con Geron Corporation, la empresa que posee las licencias del Instituto Roslin y de la Universidad de Wisconsin. Otras empresas menos conocidas, pero con suficientes recursos económicos, construían en un tiempo récord sus propios dream teams con el fin de estar bien situados para una carrera que se sabe va a ser larga, pero en la que genoma humano, células madre y procedimientos de diferenciación in vitro van a representar un papel similar al que en su momento tuvo el conocimiento de la estructura de los ácidos nucleicos (el material genético).

El conocimiento siempre acaba influyendo en el entramado ético con el que construimos nuestras sociedades. Ocurrió con la revolución industrial, la disminución de la mortalidad debida a la higiene, la alimentación y los antibióticos, o con los avances en el trasplante de órganos o la fertilización in vitro. ¿Cómo va a afectar este cambio de paradigma al engrama ético con el que vamos reconstruyendo nuestros valores sociales? Ésta es la más difícil de las preguntas. Pero se pueden avanzar algunas respuestas.

Quienes defienden que el embrión de unas pocas células es un ser humano, porque en su interior ya se encuentra el programa genético que determinará su desarrollo posterior, tendrán que buscar otra línea argumental, ya que después de Dolly sabemos que dicho programa se encuentra en cualquier célula adulta. Tampoco puede argumentarse que cualquier ser humano es único e irrepetible gracias a dicho programa genético: hace tiempo que se sabe que los gemelos univitelinos poseen la misma dotación genética y no por eso comparten el mismo pasaporte.

Lo que hace único e irrepetible a cada ser humano es su propia individualidad, producto no sólo de su programa genético, sino también de la influencia materna primero, y familiar y social después, y de sus propias decisiones a lo largo de su vida. Hacer que la humanidad de un ser descanse en su programa genético ahora que estamos en condiciones de disponer de la secuencia de bases que constituye el genoma de cada individuo, sería tanto como afirmar, siguiendo a Agustín de Hipona, que esa secuencia escrita sobre un papel es 'un ser humano en potencia'.

Quizás ha llegado el momento de que, como ocurrió antes con los Padres de la Iglesia, con Tomás de Aquino o con Lutero, se produzca una reflexión acerca de la moral cristiana en función de los nuevos datos científicos que se van conociendo. Esto es lo que ha hecho que determinados expertos como E. Schroten, de confesión cristiana aunque no católica, hayan defendido en una reunión reciente que tuvo lugar en Bruselas, a instancias de la Comisión Europea, que no se puede considerar viable un embrión cuyo destino no es la implantación en la mucosa uterina.

Por ejemplo, la religión judía considera que un embrión no es un ser humano hasta los cuarenta días. No existe ninguna razón de tipo biológico para sostener esta creencia, que igual que toda creencia pertenece a la esfera íntima. Lo que los ciudadanos, cristianos, judíos o cualquiera que sea o no sea su religión, estamos en condiciones de discutir y de compartir no es la ética cristiana, musulmana o atea, sino una ética no confesional que nos ayude a convivir con la pluralidad.

El gran descubrimiento europeo es la aceptación de la pluralidad y la tolerancia como fórmula de convivencia. Después de siglos de luchas donde elementos religiosos, nacionales o económicos se convirtieron en irreconciliables, los europeos hemos descubierto que la fórmula no es quemar, gasear, fusilar o marginar a quien piensa de forma distinta, sino aceptar la pluralidad como un elemento central en nuestra sociedad. La aceptación de esta pluralidad es lo que ha hecho que el Grupo de Ciencias de la Vida de la Comisión Europea, presidido por el parlamentario A. Khan, recomiende que se financie la investigación en células madre, se puedan utilizar los embriones congelados para investigación, y se exploren los mecanismos que subyacen en los procesos de transferencia nuclear y clonación terapéutica.

La ciencia se desarrolla en la frontera del conocimiento. Afirmar, como hacen algunos, que no se ha demostrado la utilidad de las células madre es una forma cultivada de decir 'que inventen ellos' y que, llevada a su extremo, nos incapacitaría para avanzar en cualquier campo del conocimiento. Si Cristóbal Colón descubrió América fue porque Isabel la Católica aceptó su propuesta y el banquero judío valenciano Luis de Santángel la financió. Argumentar que dicha propuesta, de alto riesgo, no debía financiarse porque cuestionaba la creencia de que el mundo era plano, y que al fin y al cabo tampoco existían evidencias suficientes de que se tratase de una nueva ruta para acceder a las Indias, hubiese impedido que fuese el Reino de Castilla quien iniciase la gran aventura del descubrimiento de América, pero no hubiese evitado que otro país lo hiciera.

Uno de los síntomas de que estamos ante un nuevo paradigma es que no disponemos de los términos adecuados para referirnos correctamente a una nueva situación. Términos como clonación, células madre o embrión humano adquieren significados cambiantes en función de los nuevos datos científicos que se van obteniendo. Sólo si participamos en esa exploración sabremos qué hay más allá de la frontera y podremos beneficiarnos de los avances científicos, médicos y tecnológicos que de ella se deriven. Puesto que estos conocimientos, como se ha apuntado muy brevemente, afectan a creencias íntimas de muchos ciudadanos, es también bastante probable que dichos conocimientos nos ayuden a construir una ética más adecuada.

Bernat Soria es catedrático de Fisiología y director del Instituto de Bioingeniería, Universidad Miguel Hernández de Elche. Verónica Juan es profesora asociada de Historia de la Ciencia y directora de la Biblioteca Politécnica de la Universidad de Alicante.

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