La izquierda y la guerra
Con todos los matices que se deseen, se diría que la campaña de Afganistán no ha provocado tantas protestas como en su momento la guerra del Golfo, o después los bombardeos sobre la Serbia de Milosevic. La primera razón es muy obvia: en aquellas protestas tenían un alto peso organizativo los grupos vinculados en su origen a la tradición comunista, que condenaban la guerra como un ataque de Estados Unidos a un país de rasgos supuestamente progresistas. Ese reflejo no podía actuar ahora, con un régimen creado a partir de la guerra contra la Unión Soviética: sólo cabía denunciar que Bin Laden y los talibanes eran criaturas de la CIA y, que en última instancia, la responsabilidad de lo sucedido en Nueva York y Washington la tenían los gobernantes norteamericanos.
En España ha debido tener un importante peso el recuerdo de nuestro propio terrorismo
La segunda razón es el profundo malestar que había causado en la izquierda ilustrada el duro yugo impuesto a las mujeres afganas por el régimen talibán. Pero el carácter detestable de su fundamentalismo quizá no hubiera sido suficiente si los bombardeos se hubieran prolongado -con su inevitable secuela de víctimas civiles- sin resultados militares aparentes. En este terreno es evidente el papel que juegan los medios de comunicación: si el frente no se mueve, las únicas noticias son las víctimas de los bombardeos; si hay noticias de batallas y un baile de jefes de la guerra y aspirantes a formar parte del gobierno de Afganistán, pasan a segundo plano las atrocidades, que en el caso de esta guerra -en buena parte tribal- no se están echando de menos. En este sentido, lo que ha cambiado más es la aceptación de que hay situaciones en las que la intervención militar parece necesaria para evitar males mayores. Pero desde ese punto de partida la opinión pública puede evolucionar fácilmente hasta oponerse a la continuidad de la intervención si los resultados deseados no llegan y se produce un rosario de víctimas civiles o de bajas propias. Aún no sabemos si el impacto de los atentados del 11 de septiembre habría bastado para que la opinión norteamericana mantuviera su aceptación de bajas militares como precio por acabar con los responsables de aquellas atrocidades. Con un poco de optimismo se podría pensar que también los intelectuales y los creadores de opinión son capaces de aprender. En ocasiones anteriores quienes se oponían a la intervención armada pronosticaban toda una serie de efectos contrarios a los deseados. Los bombardeos en Serbia no quebrantarían el poder de Milosevic, que se vería reforzado, en Kosovo se desataría una imparable barbarie antiserbia, la guerra devastaría de nuevo los Balcanes. Poco tiempo después Milosevic cedió, en pocos meses fue derrocado y hace unas semanas hubo unas elecciones pacíficas en Kosovo. Las personas sensatas son capaces de comprender que no hay por qué ser más pesimistas de lo imprescindible y que la intervención -el mal menor- no es necesariamente peor que la inacción.
En España ha debido tener un importante peso el recuerdo de nuestro propio terrorismo, de lo cerca que hemos estado (o podemos estar) de grandes matanzas tan insensatas como las de Nueva York. Pese a que los ciudadanos respaldan a menudo las soluciones dialogadas, es más que probable que estén dispuestos a endosar soluciones de fuerza si la otra parte aparece cerrada en redondo al acuerdo. Eso está pasando en los últimos meses en Colombia, y no es arriesgado suponer que muchos españoles hayan proyectado también sobre los talibanes su ira y su incomprensión ante los golpes de la violencia etarra. Probablemente es significativo que en el momento actual las propuestas judiciales y legales contra el entorno de ETA no estén creando excesiva polémica.
Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.
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