Argentina: la temida suspensión de pagos
¿Cuál es el problema más importante que tiene Argentina en estos momentos?: volver a ser un país normal, con una democracia estabilizada y una clase política que recupere su credibilidad, puesta en cuestión por muchos años de corrupción e ineficiencia extrema. ¿Cuál es el problema más urgente?: salir de la espantosa recesión que dura cuatro años y que ha empobrecido a una nación que poseía todo tipo de materias primas y una clase media con una educación muy por encima de la que disfrutan en la región.
Para arreglar el problema más importante se tiene que solucionar el más urgente. Argentina dispone ya de un presidente provisional, el peronista Adolfo Rodríguez Saá, que sustituye al dimitido Fernando de la Rúa, y que administrará el país durante los próximos dos meses, hasta que se convoquen elecciones anticipadas. Rodríguez Saá ha mostrado su ambición de seguir en la Casa Rosada una vez pasada esta transición. Se cumple así la primera premisa -tener interlocutores que sustituyan al dúo De la Rúa-Cavallo- para que el Fondo Monetario Internacional reanude las negociaciones con Argentina y dote al país de dinero fresco para que haga frente a sus deudas.
Rodríguez Saá ha anunciado un programa de choque que reduzca los efectos más nocivos de la recesión: suspensión del pago de la deuda externa de 132.000 millones de dólares; un plan social para crear un millón de puestos de trabajo; distribución de ayuda urgente para reinstaurar la cadena alimenticia de los ciudadanos y mantenimiento del sistema de convertibilidad de la moneda argentina en su relación fija con el dólar. Además, ha comunicado la creación de una tercera moneda con el objeto de inyectar liquidez al consumo y pagar la nómina de los funcionarios. La idea fuerza del nuevo presidente es sacrificar a corto plazo los intereses de los acreedores internacionales en beneficio de los ciudadanos argentinos. Es dudoso que lo consiga.
En primer lugar, para negociar la suspensión de pagos más importante de la historia le falta la legitimidad y la fuerza de los votos. La ausencia de credibilidad de los dirigentes argentinos no se manifiesta sólo ante sus ciudadanos, sino ante la comunidad financiera internacional, que ha dejado de prestar dinero a ese país, incluso a unos tipos de interés estratosféricos (el riesgo país de Argentina es el más alto del mundo, por encima de países como Nigeria).
Y, sobre todo, para mantener el sistema de convertibilidad de la moneda argentina (un peso equivale a un dólar), que es, en estos momentos, el centro de las dificultades económicas por su artificialidad. Cuando Domingo Cavallo, en 1991, tomó la decisión de fijar el valor del peso al del dólar a través de una tasa fija de cambio, logró acabar con la hiperinflación. Pero cuando la inflación ya no constituye una realidad (todo lo contrario: Argentina padece una deflación), los países competidores más cercanos devaluaron sus monedas, cayó el precio de las materias primas y el dólar incrementó su valor -reflejando la potencia de la economía norteamericana-, el tipo de cambio se volvió un problema letal que llevó al país a la recesión y al caos. Esta coyuntura se mantiene y la decisión del nuevo presidente de no variarla parece imposible de cumplir.
Los peronistas han vuelto al poder a través del control de las cámaras, no a través de las urnas, y disponen de muy poco tiempo para actuar y paliar las más dramáticas consecuencias de la recesión. Por ello han activado ese paquete de medidas populistas con las que intentar convencer en el corto plazo a los ciudadanos y lograr perpetuarse en la Casa Rosada. Pero el populismo, la historia lo demuestra, es pan para hoy y hambre para mañana, máxime en una economía globalizada a la que Argentina, para bien y para mal, pertenece. Cualquier intento de reactivación debe contar con el consenso de las fuerzas políticas y sociales, en una especie de Pactos de la Moncloa argentinos. Los radicales y demás oposición deberán tener la grandeza de apoyarlos. Una grandeza que les ha faltado a los peronistas hasta que han llegado a la Casa Rosada, una vez más, de manera heterodoxa.
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