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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El túnel argentino

En un país de tan convulsa historia reciente, el colapso era previsible desde hace tiempo, aunque no la forma caótica y violenta con que se ha puesto fin anticipadamente en Argentina a la incompetente presidencia de Fernando de la Rúa. Dos de los tres últimos jefes del Estado han dejado el poder antes de tiempo desde que una incipiente democracia fuera restablecida en 1983 con el final de la dictadura castrense. El único que acabó su mandato, Carlos Menem -ya en espera de una nueva oportunidad-, tuvo que modificar la Constitución para presentarse a la reelección.

La sucesión de acontecimientos que ha puesto súbitamente el poder en manos de la oposición peronista, a través de su control de las Cámaras, no augura una etapa mucho más calmada hasta la celebración de elecciones presidenciales, el 3 de marzo. Parece evidente que para salir de su abismal crisis y consolidarse como una democracia estable tendrán que cambiar muchas cosas en Argentina. Entre ellas la aproximación oportunista a la política de sus líderes, puesta crudamente de manifiesto en el rechazo justicialista a la petición de De la Rúa para hacer un Gobierno de unidad que afrontase la situación desesperada de la tercera economía latinoamericana. Los peronistas, pese a su división, forzaron su abandono y la celebración de elecciones, que saben que la Unión Cívica Radical, el desprestigiado partido del ex presidente, no puede ganar.

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El presidente provisional designado por el peronismo, Adolfo Rodríguez Saá, un gobernador provincial, está destinado a ser cordero sacrificial hasta marzo, cuando los ciudadanos elijan a quien ha de completar hasta finales de 2003 el mandato de De la Rúa. A partir de ahí ya podrá ser de nuevo candidato Carlos Menem, transcurridos los cuatro años de veda constitucional. El guión de los acontecimientos argentinos parecería escrito por el ex presidente justicialista, procesado por tráfico de armas y hasta hace poco en arresto domiciliario.

Pero mantener el timón hasta las elecciones no va a ser fácil. Rodríguez Saá deberá, sin la legitimidad de las urnas, adoptar medidas de gran envergadura, se trate de la devaluación del peso ficticiamente equiparado al dólar o de la drástica reestructuración de una deuda externa, 133.000 millones de dólares, que Argentina no puede atender. Los dirigentes argentinos han abusado de promesas que no podían cumplir, y el presidente interino ya ha anunciado informalmente que mantendrá la convertibilidad, el mecanismo ideado por el sepultado superministro Cavallo que sirvió en el espejismo económico de los años noventa y que finalmente ha acarreado el desplome del tinglado. Sus decisiones económicas, en cualquier caso, serán especialmente difíciles no sólo porque operan sobre un cuerpo social escuálido y absolutamente desmoralizado; también porque los destinados a hacerlas posibles, léase el FMI, rechazan seguir enterrando dinero en un Estado que vive crónicamente por encima de sus posibilidades.

Desde 1983, Argentina no ha dejado de navegar en marejada. Alfonsín abandonó anticipadamente la Casa Rosada en medio de un caos similar al actual y Menem, su sucesor, abrió la feria de las privatizaciones y el enriquecimiento de los más avispados, pero nunca atacó de frente los gravísimos problemas del país. Los sangrientos acontecimientos que han acabado con De la Rúa -tras una serie de medidas imposibles de asumir en una nación empobrecida, con desempleo galopante y en bancarrota financiera- han puesto crudamente de relieve hasta qué punto los más desfavorecidos, a los que poco o nada ha llegado tras años de reformas económicas y despilfarro, están hartos de una clase política enriquecida y retórica. La asignatura pendiente de Argentina es la reconstrucción del Estado por una sociedad civil maltratada por años de corrupción y parcheo.

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