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El caos se apodera de Afganistán e impide la distribución de ayuda

Cuatro millones de personas se quedan sin asistencia por la inseguridad

Guillermo Altares

Para los afganos es difícil olvidar lo que ocurrió en 1992 cuando, tras la llegada de la Alianza del Norte al poder, empezó una guerra de todos contra todos y el país se convirtió en una jungla de facciones armadas y conflictos étnicos. Ahora, tanto los afganos como las organizaciones internacionales temen que si no se alcanza un acuerdo sólido entre los distintos bandos en breve la inseguridad vuelva a adueñarse de Afganistán. Este panorama dificulta o impide, según las zonas, la distribución de ayuda humanitaria.

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Episodios como el asesinato en la madrugada del martes del cámara sueco Ulf Stroemberg, que fue ametrallado a sangre fría por unos bandidos en la casa que ocupaba en Taloqan, al norte del país, no ayudan precisamente a calmar la situación. 'La mayoría de la ayuda humanitaria de Naciones Unidas entra en Afganistán por tierra, y lo que necesitamos es mayor seguridad en los caminos', aseguró ayer el portavoz de la ONU en Kabul, Jaled Mansur.

Desde hace unos días, los convoyes con alimentos logran pasar sin problemas por la carretera de Jalalabad a Kabul, donde fueron asesinados cuatro periodistas la semana pasada. De todos modos, la ONU dice que los conductores tienen mucho miedo. No es para menos. Durante toda la semana pasada, los camiones fueron asaltados sistemáticamente y sólo después de largas negociaciones con líderes pastunes Naciones Unidas ha logrado que algunos vehículos robados fuesen devueltos.

La ONU considera que gran parte del norte de Afganistán, sobre todo Mazar-i-Sharif y la zona de Kunduz, así como toda la región de Kandahar, en el sur, todavía en manos de los talibanes, no son seguras para la distribución de ayuda. Eso significa que al menos cuatro millones de personas carecen actualmente de asistencia. Según Mansur, el problema no son sólo los combatientes extranjeros renegados de las milicias radicales, ni los combates, ni los bombardeos de EE UU, sino que cada vez hay más bandidos en los caminos. Y muchos temen que, cuando los comandantes dejen de tener dinero, que no ha faltado mientras ha habido territorio talibán por conquistar, los soldados de la Alianza del Norte dejen de cobrar y se dediquen al pillaje.

En Kabul sigue habiendo autobuses que salen hacia muchas partes, aunque van casi vacíos. La gente tiene pánico a moverse y la inquietud aumenta cuando se habla de extranjeros. Las ONG que han vuelto a la capital afgana, tras la salida de los talibanes, estudian con lupa cualquier desplazamiento.

Aunque después del brutal asesinato de Taloqan las cosas han cambiado, en general, las ciudades son consideradas relativamente seguras, al menos durante el día. El riesgo está en los desplazamientos por unas carreteras llenas de hombres armados.

La inseguridad es una sensación general. Los talibanes lograron el apoyo de una parte de los afganos, a pesar de su brutalidad y de sus delirantes y crueles leyes, porque lograron desarmar a gran parte de la población e hicieron que el país fuese mucho más seguro. Pero ahora la combinación de kaláshnikovs, milicias incontroladas y pobreza extrema vuelve a cernirse sobre Afganistán como una espada de Damocles. 'La gente siempre piensa que el pasado puede repetirse. Por eso muchas mujeres de Kabul, a pesar de la salida de los talibanes, no dieron la bienvenida a la Alianza. Tienen miedo de que vuelva a ocurrir lo mismo que en 1992', aseguró ayer Soraya Parlika, una histórica activista por los derechos de la mujer en Afganistán. Nadia, de 28 años, asegura que ahora tiene más miedo que cuando gobernaban los talibanes.

Situación volatil

En Kabul, la Alianza del Norte ha conseguido imponer algo parecido al orden. En el centro sólo llevan armas los policías, uniformados de gris, y los soldados dejan los fusiles AK-47 en los cuarteles. Pero, en cuanto se sale del recinto central de la capital, las cosas cambian. En las afueras resulta habitual ver soldados con armas y muchas veces sin uniforme. Eso, unido a la falta de coordinación entre las diferentes milicias que ocupan los distintos sectores, convierte la situación en bastante volátil.

'Si la ONU no despliega cascos azules en Afganistán, las cosas pueden estallar', dice un líder de la etnia hazara, a sólo 30 kilómetros de Kabul, en la planicie de Shomalí. En el resto del país, las milicias, los campesinos armados, los soldados con y sin uniforme, los ladrones se confunden. Y, según informaciones que llegan desde Mazar-i-Sharif, las rencillas entre el general uzbeko Abdul Rashid Dostum y alguno de sus comandantes ya han empezado. Todo ello sin hablar de los muyahidin extranjeros que, acorralados y perdidos, se han quedado un poco por todas partes. Ayer fueron detenidos ocho paquistaníes. Ya nadie sabe cuántos de estos combatientes extranjeros, fanáticos, armados y hambrientos, quedan todavía en Afganistán.

Un combatiente talibán, en la ciudad fronteriza paquistaní de Chamán.
Un combatiente talibán, en la ciudad fronteriza paquistaní de Chamán.REUTERS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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