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Verbo Sur | NOTICIAS DE AMÉRICA
Columna
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Crónica del barro

SE DICE hace más de un siglo que Chile es país de poetas, lo cual supone una negación. Al ser país de poetas, no es país de novelistas. Antes, en el siglo XIX y comienzos del XX, se decía que era país de historiadores. ¿Por qué? Porque los chilenos, supuestamente, carecíamos de imaginación creadora. Como si los historiadores fueran simples recopiladores de datos. Y como si el buen sentido chileno excluyera todo vuelo imaginativo. Siempre han sido, como se puede ver, tópicos represivos, castradores, adoptados con entusiasmo por la gran mayoría de la crítica. El poeta Pablo de Rokha alegaba que en Chile no había críticos y que en cambio el país estaba lleno de criticones, y agregaba un epíteto de grueso calibre: criticones tales por cuales... Es probable que razón, o razones, no le faltaran.

A propósito de La muralla enterrada, del autor chileno Carlos Franz

Nuestro espíritu de negación es largo, sinuoso, en cierto modo interminable. Ahora Carlos Franz, novelista todavía joven, publica un ensayo sobre el tema de la novela y la ciudad de Santiago. Parece por momentos que hablara de una novela inexistente sobre los temas de una ciudad que no es más que una aglomeración caótica, una creación urbana que no consigue levantarse del barro primordial. Tampoco le faltan razones poderosas. La cuestión, sin embargo, es ambivalente, complicada. Al leer el ensayo de Carlos Franz, La muralla enterrada (Planeta), da la impresión de que los poetas gozaron de libertades que los narradores no pudieron tomarse. Neruda hizo una poesía de las lluvias del sur, de los bosques desaparecidos, del mar. La obra de Vicente Huidobro está curiosamente cerca del aire y de las sensaciones de vuelo. Altazor emprende su viaje sensorial y metafórico, en algún sentido metafísico, en un 'parasubidas celeste'. Los novelistas, por nuestro lado, hemos tenido que desplazarnos por escenarios de barro, entre adoquines polvorientos y caserones más o menos deteriorados. Ha sido un destino y a la vez una inclinación, una forma particular de mirar las cosas. Franz anota las reiteradas referencias de José Donoso a espacios tapiados, a 'ventanas ciegas de polvo', a 'manchas de podredumbre que extienden pausadamente su paisaje por los muros'.

El ensayo de Carlos Franz contiene reflexiones interesantes sobre la división entre la ciudad cuadriculada, hispánica, que se extendió en el lado sur del actual río Mapocho, y la ciudad mestiza, supersticiosa, irregular, de la ribera norte, conocida en épocas pasadas como la Chimba. Busco la palabra 'chimba' en un viejo Diccionario de Chilenismos y el texto me explica que viene del quechua 'Chimpa', la otra parte o banda del río, quebrada o acequia, barrio por definición menos importante y cuyos vecinos recibían el nombre de 'chimberos'. Ya empezamos, entonces, a entender. El novelista de la ciudad geométrica siempre se ha sentido fascinado por la otra ciudad, la de al lado, el barrio de las sorpresas y las apariciones. El famoso 'milagro de la estampita', recogido en crónicas del siglo XVIII, habla de un ventarrón que lanzó a los aires una estampa de la Virgen que se vendía al costado de la catedral, la hizo cruzar por encima del río y la dejó suspendida a tres metros de altura encima de un terreno de la Chimba. Los chimberos convirtieron la estampa voladora en un objeto de culto, pero también acudían personas piadosas del centro de la ciudad y le hacían 'mandas'. La ciudad colonial, dividida, como se ve, por la corriente de barro del Mapocho, se dividió a su vez entre los creyentes en la estampa y los modernos, el pequeño núcleo de los ilustrados y los racionalistas, quienes naturalmente no creían. Como lo he contado en mi última novela, Manuela Fernández de Rebolledo y su madre, Misiá Clara Pando, creyeron en el milagro con toda el alma, mientras Toesca y sus amigos se reían de la creencia en forma desdeñosa. El obispo Manuel Alday, ilustrado a su manera, cercano a Joaquín Toesca y a su grupo, ordenó, sin embargo, construir una capilla modesta debajo del lugar donde flotaba o se suponía que flotaba la estampa milagrosa. Según él, había que estimular las formas populares de la fe religiosa, por rudimentarias que fueran.

El ensayo de Franz también establece relaciones interesantes entre la tradición chilena del 'imbunche', de origen supuestamente araucano, y nuestra novela moderna. Se dice que los araucanos, a la llegada de los españoles, tenían la costumbre de escoger a un niño bien dotado, deformarlo a la fuerza y recurrir a él, cuando ya se había transformado en un monstruo, para conocer el porvenir. De hecho, el llamado 'imbunchismo' es uno de los temas recurrentes de la novela chilena. Está en las obras de Juan Emar, en extraña simbiosis con el surrealismo; en El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, y en muchos otros textos. Franz piensa que el imbunche es otra expresión literaria de lo negado, lo mutilado, lo que ha sido objeto de censura por la conciencia colectiva. Es posible. A mí me parece, en cualquier caso, que la idea del imbunche es una invención europea, quizá de origen latino, aplicada a las tribus araucanas. El primer imbunche de nuestra literatura aparece en uno de los cantos del Arauco domado, poema de fines del siglo XVI escrito por Pedro de Oña en respuesta a La Araucana de don Alonso de Ercilla. En una caverna tétrica, los brujos se esconden detrás de una piel humana estirada, monstruosa, y responden a preguntas sobre el porvenir de la guerra de Arauco. De Oña, chileno, puesto que había nacido en Angol de los Confines, y antiaraucano, a la inversa de De Ercilla, recargaba las tintas para crear una leyenda negra sobre los mapuches. En otras palabras, el imbunchismo es una creación criolla, nuestra, que prendió en la imaginación del país y se convirtió en un símbolo, en una gran metáfora negativa. Podríamos sostener, en consecuencia, que Pedro de Oña, poeta del primer barroco, hombre seducido por el lado de la sombra, fue un precursor de nuestra novela moderna. Alonso de Ercilla, en cambio, poeta cortesano, hombre del Renacimiento, de la visión luminosa y clásica, habría sido el iniciador de una serie que culmina con escritores más equilibrados y más felices, como podría ser el caso de Pablo Neruda o de Vicente Huidobro. Personas que prefirieron alejarse de nuestras mansiones del barro elemental y del caos.

Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) es autor de libros como Los convidados de piedra (Cátedra), Persona non grata y Adiós, poeta (ambos en Tusquets).

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