_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una opción gratuita

El pasado domingo, en una entrevista publicada en este periódico, mi amigo y metapariente el juez Juan Luis Ibarra diseccionaba las diversas conexiones que se daban entre el miserable asesinato del magistrado Lidón con la situación de la judicatura en el País Vasco. Interpreto que el entrevistado distinguía dos tipos de conexiones y sus correspondientes responsabilidades. Por un lado, una relación de estricta seguridad, en la que no consideraba pertinente criticar a los responsables seguridad del Gobierno vasco. Y por otro, otra relación en la que criticaba a ese Gobierno, y especialmente a su consejero de Justicia, por asumir una actitud despectiva frente a los jueces, en cuya provisión y control no tiene competencias, y por no considerar a esos jueces como 'unos de los nuestros'. Sin duda, el magistrado Ibarra no establece una conexión entre ese menosprecio y el asesinato. Añado por mi cuenta que resulta absurdo (o de tan mala fe que asimismo resulta absurdo) pensar que ETA mata a magistrados porque éstos tienen insuficiente reconocimiento. ETA no mata en virtud del razones o sinrazones de lo otros. Mata en virtud de sus propios delirios. Le importa un bledo lo que los otros -cualquier otro- piense de los jueces. ETA los ha incluido en su circulo de muerte, y si no mata a más jueces es por que no puede

Pero sí le duele al magistrado comprobar que su colectivo judicial, además de vivir la angustia de estar amenazado de muerte, se percibe a sí mismo como relegado, menospreciado, por sus propios gobernantes. Comparto su tristeza y su crítica. Y no entiendo bien esta política del Gobierno. Parecería que un Gobierno que, en el proceso de construcción de la identidad nacional vasca, afirma haber optado por una estrategia política inclusiva y expansiva, debería de apostar por una política de nacionalización gratuita. Así, en general, debería de conceder respeto, consideración y reconocimiento también a aquellos de los que no tiene ninguna garantía de poder recibir contraprestación alguna. Y en particular, y por lo que se refiere a los jueces, debería de articular una práctica cuyo discurso sería más o menos el que sigue. 'Aunque formalmente estéis ligados al Gobierno central, vosotros sóis los jueces del País Vasco; os consideramos de los nuestros, aunque no os podemos obligar a serlo, ni os podemos exigir los deberes ligados a ese sentido de pertenencia, ni tampoco una incondicional lealtad'.

Ciertamente, hay que reconocer que es una estrategia sobre todo simbólica y que, por otro lado, puede ocurrir que algunos de los receptores de la misma, al margen de que no puedan devolver ese reconocimiento, tampoco quieran hacerlo. Que no les dé gana de ser uno de ellos (porque ya tienen su nosotros). Hay insuficiencias, sin duda; pero no suficientes como para despreciar esa opción. Efectivamente la prioridad simbólica no implica que esa política de reconocimiento no tenga algunas expresiones materiales; y por otro lado, es lo simbólico-afectivo lo que crea cohesión social. El sentimiento de compartir determinados gestos, actitudes y rasgos, y el sentimiento de ser igualitariamente reconocido en ese compartir. Cohesión social y también nacional que, se supone, es lo pretenden nuestros actuales gobernantes

Está el problema de los que no quieren entrar en ese mutuo reconocimiento. Es evidente que no se puede forzar a nadie sentirse miembro de nada. Pero también hay que considerar que, en este caso, es el Gobierno el que debe apostar por convencer. Por convencer de que, al margen de las especificas opciones sociales y políticas de cada uno, lo que cada uno hace adquiere más sentido si es referido a una comunidad de iguales construida en el compartir (o en creer que se comparte) memorias o historias o lenguajes o afectos. No estoy seguro de que el Gobierno haya puesto verdaderamente en practica esa apuesta. Parece que, al margen de declaraciones de buena voluntad, todavía no acaba de creerse que los suyos también pueden ser los otros. Que deben ser los otros

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_