La excelencia de antaño
Érase una vez un tiempo -y parece muy lejano ya- en el que existía una figura respetada, la persona culta. Él -solía ser él, pero con el tiempo pasó a ser cada vez más ella- recibía una educación que difería poco de un país a otro -me refiero, por supuesto, a Europa-, pero era muy distinta a lo que conocemos hoy. William Hazlitt, nuestro gran ensayista, fue a una escuela a finales del siglo XVIII cuyo plan de estudios era cuatro veces más completo que el de una escuela equiparable de ahora: una amalgama de los principios básicos de la lengua, el derecho, el arte, la religión y las matemáticas. Se daba por sentado que esta educación, ya de por sí densa y profunda, sólo era una faceta del desarrollo personal, ya que se esperaba de los alumnos que leyesen, y así lo hacían.
Este tipo de educación, la educación humanista, está desapareciendo. Cada vez más los Gobiernos -entre ellos el británico- animan a los ciudadanos a adquirir conocimientos profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad moderna la educación entendida como el desarrollo integral de la persona. La educación de antaño habría contemplado la literatura y la historia griegas y latinas y la Biblia como la base para todo lo demás. Él -o ella- leía a los clásicos de su propio país, tal vez a uno o dos de Asia y a los más conocidos escritores de otros países europeos: Goethe, Shakespeare, Cervantes, los grandes rusos, Rousseau (...).
Esto ya no existe (...).
Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizá en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de ultramar (...).
Extracto del discurso de Doris Lessing en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias.
Babelia
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