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SOBREMESAS
Columna
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Maridaje

El divorcio está cantado. Eso opina, cuanto menos, persona tan cualificada en los menesteres del maridaje como Edmundo Ferrer -Eddy para los amigos- enólogo reconocido y restaurador en Aldaia (Valencia), quien desde su Restaurante Sorolla ha intentado que la comida que elabora se tome acompañada de un vino comme il faut, o como mínimo, sin que una sea la antítesis del otro.

Desaparece el maridaje, los platos de la nueva cocina no están pensados para poderse acoplar a un vino, en todo caso, a muchos a la vez. Los tiempos en que las alubias se hacían con chorizo, recio y de sabor complementario, o la carne se acompañaba de patatas, honradas y neutras para el paladar, pasaron a mejor vida, y la posible combinación dentro de un plato de salsa de albaricoques y vainilla con carrilleras, o la de una lubina con cualquier fruta traída del trópico, imposibilita que un caldo de uva sea pareja para toda la vida. Las carnes con sus tintos, los pescados con lo que se verá. Pero juntos y revueltos, imposible.

Los mariscos y crustáceos con blancos secos o cavas rosados; las carnes rojas, con tintos tánicos -a menor rojerío, menor astringencia y graduación-; los ahumados, con los blancos de crianza; quesos blandos, tintos nobles; quesos cremosos, chardonnay; quesos grasos, tinto joven. Con los huevos, nada; con la cebolla, nada; con el vinagre, casi nada; con las alcachofas, nada otra vez.

Existe para ello una explicación, a juicio de Eddy. No se puede tomar vino con la cebolla porque su acidez se impone a los aromas florales. El ácido fórmico de los berros se mezcla con el amargor de los taninos multiplicando su sabor astringente. A los ajos, ni mirarlos: distorsionan los blancos y convierten los taninos de los tintos en amargos y rudos. El cava, junto con el apio, se vuelve herbáceo, adquiriendo un desagradable retrogusto amargo. Por el contrario, un vino blanco criado en madera, que desprende aromas varietales cítricos, equilibra el amargor del espárrago. O un vino monovarietal, blanco agresivo y corpulento, permite que mantengan su personalidad los pescados y el curry con que se han condimentado.

No obstante, existe un maridaje llamemos cultural que no se perderá. Es aquel que relaciona comida y bebida dentro del mismo ámbito paisajístico. La tradición ancestral entre lo comido y lo bebido en una región. Los jamones andaluces, de pata negra, que se crían en el suroeste peninsular, sólo pudieron ser combinados por razones de proximidad con los vinos finos de la zona, los de Jerez, Moriles, etcétera. ¿Es la tradición cultural la que nos lleva a aparejar estos dos productos, o en realidad casan por una suerte de casualidad? Hoy parece indudable -y no para todos- que no hay mejor bebida para el Jabugo que el fino, pero, el que un tinto de la Ribera del Duero o de Rioja no nos coordine con el citado jamón ¿nos lo han explicado o ha sido producto de nuestros gustos? Lo mismo sucede con los mariscos gallegos y los vinos blancos de aquellas costas, o con las salazones de nuestros mares del sur y los dulces moscateles que crían aquellos parajes.

Más lejos aún, y más paisajístico: se celebran como indelebles las chuletas comidas en medio de un pinar, asadas a la brasa y acompañadas de un tinto. Es insuperable la combinación, así el vino sea ligero o robusto, de aquí o de allá, con retrogusto o sin él; en fin, bueno o malo. Si la compañía invita después de las abundantes libaciones al canto regional, juraremos que no hubo matrimonio más perfecto. Sin disquisiciones: en puridad, el maridaje va a menos. Y no solo tienen la culpa los nuevos cocineros con sus atrevidas combinaciones. También tienen su parte los vinateros. Aunque para don Edmundo -que así hay que llamarle en lo tocante a los vinos- todo estriba en la virtud de los mismos; la complejidad -y bondad- de los nuevos caldos no sirven para disfrutar las botellas acompañándolas de comidas, hay que beberlas a secas, y así entrar en el complejo y rico mundo de los perfumes y los sabores con recuerdo a ambrosías.

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Pese a ello, Eddy, en su restaurante, nos ofreció para contradecir sus teorías un menú apareado. Compruébenlo ustedes mismos: Huevas y corales de erizos de mar regados con un albariño (Granbazán ámbar) muy seco. Ensalada de perdiz escabechada con un rosado navarro de 2000 (Castillo de Monjardín), uvas Merlot y 13 grados de alcohol. Y para final, unas habas mínimas con jamón, salteadas, y sorbiendo -¡hasta yo hubiese acertado con el maridaje!- un Coto de Imaz, Reserva de Pedro Guach, del año 96. Las mezclas de tempranillo con varietales franceses, no las habían soñado otrora en Imaz ni hartos de vino.

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