Una personalidad excepcional
Hay seres humanos que en la imagen pública, en la relación personal o en la narración biográfica aparecen como una trayectoria o una secuencia cinematográfica que se desarrolla ante nuestra mirada. Otros, en cambio, se nos presentan como una sucesión de imágenes aparentemente contradictorias, fogonazos fotográficos con los que resulta muy difícil reconstruir la clave de una evolución personal de la que, sin embargo, se nos ofrecen los datos fundamentales. Recordando a Jesús Aguirre no puedo dejar de pensar en que corresponde a este segundo modelo.
La primera instantánea de él es la del sacerdote que a fines de los sesenta y principios de los setenta predicaba en la iglesia de la Ciudad Universitaria de Madrid al lado de Federico Sopeña. Los dos -tan diferentes- eran otros tantos símbolos de un estilo y de un momento. Coincidían en que en sus homilías lo religioso estaba ligado de forma entrañable con lo cultural: la música, en el caso de Sopeña; la literatura y el pensamiento, en el de Jesús Aguirre. Diferían en la habitual placidez lírica de la palabra del primero; el segundo frecuentaba la vibración, a veces incluso la vehemencia, cuando las circunstancias del entorno daban pie a ello, que era con carácter habitual. Al recordar ese pasado que hoy puede parecer remoto no se hace otra cosa que rescatar una parcela de las más altas y dignas de la vida española de entonces. Él mismo nunca renunció a ella y la abordaba, en la memoria, con naturalidad y cariño.
El segundo fogonazo se refiere al Jesús Aguirre intelectual y, al mismo tiempo, gestor cultural, dos parcelas que en él estaban estrechamente unidas, lo que no suele ser tan habitual en España. La editorial a cuyo frente estuvo fue, en un momento de prolegómenos de la transición política, un punto de encuentro en el que se aliaban el interés por lo colectivo y una voluntad de excelencia que suele averiarse cuando el compromiso político merodea en exceso. Luego, en el Ministerio de Cultura, Jesús Aguirre disfrutó, supo tomar decisiones difíciles y a veces muy discutidas y, sobre todo, elevó el nivel de exigencia, capacidad que sin duda le caracterizó siempre a lo largo de su vida. Fue la época en que le traté con mayor asiduidad y aprovechamiento personal porque su altura intelectual no le impedía el sentido práctico y sabía encontrar el camino para llevar a cabo sus ideas brillantes. Le aventó del ministerio una bocanada un tanto garbancera con la que se sentía incompatible.
Luego, en su vida y en su trato, se produjo un cambio. El ingreso en otro mundo le hizo mostrar unos fervores que a muchos nos resultaban poco comprensibles y menos aún compartibles. Siempre acababas pensando que quizá hubiera algún registro irónico en la pose. Maestro en la conversación, a veces abrasivo pero siempre original y sugerente, excepcional en los gustos y en los conocimientos y, ante todo, cordial en el trato, incluso con el muy discrepante siempre que tuviera nivel, el paso del tiempo sirvió para aplacar esa actitud en cuyo fondo quizá haya un enigma oculto de su personalidad, difícil de captar incluso desde la asiduidad.
Babelia
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