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CUMBRE DE LAS AMÉRICAS
Columna
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Dolarización panamericana

Acaba de comenzar la segunda edición de la Cumbre de las Américas con la presencia de los 34 jefes de Estado y de Gobierno de todos los países, menos Cuba, del continente americano. El acontecimiento tiene lugar, como ya es habitual en este tipo de reuniones, en un Quebec ocupado militarmente, con controles para la entrada en Canadá y la imposibilidad de acceder al centro urbano, que ha sido vallado con alambradas de más de cuatro metros de alto. Su propósito es dar nuevo impulso al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), lanzado hace 11 años por Bush padre, que Clinton puso en marcha en 1994 en Miami, en una primera cumbre, y que encontró en el Tratado de Libre Comercio (TLC) suscrito por EE UU, Canadá y México su más ambiciosa concreción. Ahora se trata de generalizar y extender ese marco y las normas que en él rigen al territorio que se extiende desde la bahía de Hudson hasta la Patagonia.

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El ALCA, inspirada en la opción ideológica ultraliberal, es una nueva versión del Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI) que la movilización de las ONG alternativas logró arrumbar. Estados Unidos, esta vez, se sirve de él para institucionalizar la dependencia de Latinoamérica y constituirla definitivamente en su hinterland, primero económico, después cultural y político. Pensar que cabe un Mercado Común Panamericano entre países cuya renta per cápita oscila entre 30.600 dólares en EE UU y 430 en Nicaragua, o pretender que el intercambio comercial restablecerá por sí solo el equilibrio entre Estados Unidos, Brasil y Canadá, que representan el 87,70% del PIB de la región, y los otros 32 países, que alcanzan justo el 12,30%, es un interesado desatino.

Lo que hay debajo de la iniciativa norteamericana es el insoportable desafío que representan la Unión Europea y sus alianzas con las diversas áreas en constitución en América Latina, en particular Mercosur. En la operación, que completa la dolarización frontal de las economías de Argentina, Ecuador y El Salvador, lo más inquietante es la posibilidad para las empresas inversoras -es decir, las norteamericanas- de pedir indemnizaciones, como se establece en el capítulo XI del TLC, a los Gobiernos nacionales en caso de pérdidas producidas por medidas públicas, por ejemplo, de protección al medio ambiente. Lo que en el caso de empresas de un país que se niega a cumplir sus compromisos de Kioto es muy intranquilizador.

Afortunadamente, y como lleva ocurriendo desde Seattle, frente a esta cumbre de los Estados súbditos se ha organizado una Cumbre de los Pueblos que, con más de 3.000 participantes, se afirma como una trinchera formada por más de 1.000 organizaciones de más de 50 países que no se limita a oponerse a lo que consideran un suicidio programado, sino que aspiran a proponerse como alternativa. Intentar descalificar esa impresionante presencia de las sociedades civiles por el carácter heteróclito de sus componentes, o porque entre ellos se halla agazapado algún grupo violento, no resiste la prueba de los hechos. Porque lo que están haciendo en Quebec es pedir transparencia en la preparación y relanzamiento del ALCA -los documentos sólo se conocieron al comenzar la reunión-, a la par que participación en los debates de las fuerzas políticas sociales y sindicales, y también exigir que se incorporen al mismo temas esenciales como la garantía de los derechos y libertades individuales y colectivos, en particular de las mujeres y de las minorías étnicas; la protección del medio ambiente, la educación para todos y una economía sostenible.

La Alianza Social y Continental, red de organizaciones sindicales y sociales americanas, creada en Belo Horizonte en 1997, ha sido fundamental para la organización de esta Cumbre de los Pueblos y sus alternativas para las Américas pueden ser un importante punto de partida para la otra integración latinoamericana.

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