Hartos de comida china
Los militares del avión espía comían cabezas de pescado y enseñaron a un soldado chino a cantar 'Hotel California'
Su primera conversación con los captores fue a través de un intérprete que respondía a todo: 'No se preocupen'. De los barracones con mosquitos pasaron a los barracones con cucarachas, aunque no interpretaban esto como una tortura inmobiliaria porque el alojamiento de los militares chinos tampoco era especialmente suntuoso.
Cuando el avión espía de EE UU recuperó la estabilidad, sus 24 tripulantes sintieron que habían vuelto a nacer después de una caída de 8.000 pies en pocos minutos. Con ese trance recién vivido es lógico que a un ser humano le parezca lujoso cualquier cobertizo con tal de tener los pies en el suelo.
Los miembros de la tripulación del avión han relatado el tedio de sus 11 días de cautiverio y su miedo a que en vez de 11 fueran 444, que es el tiempo que pasó hasta que terminó la crisis de los rehenes iraníes.
El peor momento lo vivieron en caliente, con la sobredosis de adrenalina que les dejó el sentirse vivos después de caer en picado dentro de un avión sin apenas ventanillas. Con el EP-3E en la pista de aterrizaje de la base militar china en la isla de Hainan, la tripulación de EE UU se empleó frenéticamente en la destrucción de los aparatos para evitar que los anfitriones supieran qué y cómo espían estos aviones que, de forma eufemística, se denominan 'de reconocimiento'.
El piloto vio a través de los cristales de la cabina cómo los militares chinos apostados en torno al avión hablaban por teléfono móvil sin saber muy bien qué hacer, a la espera, posiblemente, de que alguien sacara un manual de comportamiento para casos de aterrizaje de aviones espía de países más o menos amigos, pero tampoco mucho.
Pasaron 15 minutos. Cuando recibieron órdenes por el móvil, los militares chinos se acercaron a las ventanillas y mostraron sus armas con suficientes aspavientos como para dejar en paro al intérprete. Aun así, el traductor, desde la pista, conminó a los tripulantes a no tocar nada en el interior (dado que el plan de destrucción de los equipos incluye el uso de hachas, era fácil imaginar lo que estaban haciendo) y a descender en fila.
El primer alojamiento de los estadounidenses era un barracón espartano infestado con todo un catálogo de insectos orientales. Tenían pasta de dientes y maquinillas de afeitar eléctricas, pero no cuchillas. Con el paso de los días, les dieron barajas de cartas y algunos ejemplares del China Daily, en los que extrañamente no había referencia alguna al incidente, a pesar de que en su primer contacto con la delegación diplomática de la embajada les dijeron que el asunto se negociaba 'al máximo nivel' entre los dos Gobiernos. Los militares chinos trataban a los americanos de manera respetuosa, aunque dedicaban a los interrogatorios un esfuerzo que parecía desmesurado: despertaban uno a uno a los 24 para interrogarlos por separado.
El horario de comidas era, a las seis y media de la mañana, desayuno; a la una, comida, y a las siete y media, cena. En el plato siempre había comida china, aunque en una versión menos refinada de la que todos conocían: la gastronomía local no incluía rollitos de primavera ni pollo a la cantonesa, sino que parecía tener una fijación con las cabezas de pez crudas.
Al final, los militares fueron separados en barracones con un camastro en cada piso. Tenían lujos añadidos, como teléfono y televisión, aunque ni había enchufe para conectarlos ni línea para hacer llamadas. Los estadounidenses llegaron a hacer amistad con alguno de los militares chinos, especialmente uno que sentía devoción por los Eagles y quería aprender la letra de Hotel California.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.