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EEUU y China, rivales políticos y socios económicos

Unidos por los intercambios comerciales y el enfrentamiento geoestratégico

Enric González

El martes, mientras George W. Bush trataba de conseguir que China devolviera el avión espía EP-3E y sus 24 tripulantes, su tío cenaba en un restaurante de lujo de Pekín. Prescott Bush, presidente de la Cámara de Comercio Estados Unidos-China, había viajado en el vuelo inaugural de la nueva línea Chicago-Pekín de United Airlines con una delegación de empresarios ansiosos por hacer negocios en el Imperio Celeste. La paradoja es ésa: las dos potencias -la una, rica y joven; la otra, vieja, relativamente pobre y con inmenso futuro- están condenadas a protagonizar el siglo XXI bajo el doble signo de la cooperación comercial y el enfrentamiento geoestratégico.

Ni el más entusiasta de sus votantes pensó nunca que la política internacional fuera uno de los talentos de Bush. Lo más concreto que llegó a decir sobre China durante la campaña electoral fue que había que tratarla 'sin mala voluntad y sin ilusiones'. El presidente ha salido bien, sin embargo, de su primer conflicto asiático y ha jugado la carta de la prudencia frente al almirante de la flota del Pacífico, que quería enviar un portaaviones a la costa de China, y al sector del Partido Republicano que pedía 'firmeza'.

Bush jugó la carta de la prudencia frente al almirante del Pacífico, que quería enviar un portaaviones
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Las dos potencias se saben enfrentadas. El 80% de los estadounidenses considera a China 'el mayor enemigo' de su país; los generales chinos tienden a pensar, como los japoneses en los años treinta, que la guerra contra EE UU para dirimir la hegemonía en Asia es 'inevitable'. Las fricciones (el bombardeo de la Embajada de China en Belgrado, los casos de espionaje, las detenciones de ciudadanos estadounidenses en China) son continuas. En ese contexto, la actuación del dúo George W. Bush-Colin Powell revela todo su mérito. Pero el caso del avión espía, que dejará cicatrices en ambos lados, ha sido sólo una introducción accidental a un año que marcará por mucho tiempo las relaciones de Pekín con la Casa Blanca y con el resto del mundo.

La agenda china de George W. Bush está llena de fechas en rojo. La semana que viene recibirá a una delegación de Taiwan que le pedirá destructores equipados con el radar avanzado Aegis. ¿Qué hacer? ¿Seguir fortaleciendo el arsenal de la otra China, cada vez más acosada desde el continente, a costa de un nuevo enfriamiento de las relaciones con Pekín? Probablemente tendrá que hacerlo. Poco después, en junio, el Congreso debatirá la renovación del estatuto comercial con China, a la que Bill Clinton otorgó el rango de nación privilegiada, en vísperas de la negociación final sobre el ingreso del coloso asiático en la Organización Mundial de Comercio (OMC), que comenzará pasado el verano. Entretanto, Naciones Unidas discutirá en Ginebra sobre un proyecto de resolución de condena a la situación de los derechos humanos en China, patrocinado precisamente por EE UU y que ya ha recibido críticas conjuntas de Fidel Castro y el presidente chino, Jiang Zemin, durante la visita de éste a La Habana.

Las anteriores son cuestiones de gran importancia. Pero no tanta como la que se abordará en Moscú el 13 de julio. El Comité Olímpico Internacional (COI) votará ese día la candidatura de Pekín para acoger los Juegos de 2008. China, cuya aspiración a los pasados Juegos de 2000 fue derrotada en 1993 por dos votos frente a Sydney, no quiere ni pensar en otro fracaso. Algunos miembros del COI se horrorizan al pensar que el maratón de 2008 concluya en la plaza de Tiananmen (lugar de la matanza de los estudiantes en 1990), como está previsto en el proyecto chino, y creen que unos Juegos en Pekín supondrían una vergüenza como la de 1936, cuando Adolf Hitler presidió las competiciones en Berlín. Pero las empresas estadounidenses son prácticas. 'Los negocios norteamericanos se sentirían mejor si Pekín ganara', admite Alan Adler, portavoz de General Motors China, una de las empresas que patrocinan esa candidatura contra las de París, Toronto, Estambul y Osaka.

General Motors cuenta con hacer el negocio del siglo en China fabricando un automóvil barato que simbolice la industrialización del país-continente; hasta ahora, sólo le han permitido fabricar coches de lujo, sin apenas rentabilidad. Motorola, en horas bajas, también sueña con inundar de teléfonos móviles un mercado que ya consume 20 millones de unidades anuales. La sociedad de correos United Parcel Service (UPS) ha inaugurado esta misma semana un servicio entre EE UU y China, gracias al cual piensa facturar 100 millones de dólares (170.000 millones de pesetas) en el primer año.

La industria estadounidense ha invertido en China 25.000 millones de dólares (4,2 billones de pesetas) en las dos últimas décadas y aspira a liderar la conquista de la última frontera del capitalismo. Washington puede encontrarse con una nueva guerra fría este siglo, pero no se parecerá a la librada contra la URSS. China es pobre aún, pero su economía crece al 10% anual; el sector público, que 10 años atrás suponía dos tercios de la producción industrial, se ha encogido hasta el 28%; sus productos, a diferencia de los soviéticos, funcionan: los consumidores americanos adquirieron manufacturas chinas por valor de 95.000 millones de dólares en 1999 y China sustituyó en 2000 a Japón como el socio comercial con el que EE UU mantiene un mayor déficit comercial.

Un país con 1.260 millones de habitantes, en pleno crecimiento y con un salario medio de dos dólares a la hora es, irremediablemente, la meta final del capitalismo estadounidense. Washington parece condenado a combatir con una mano al enemigo ideológico y estratégico, y estrechar con la otra la mano del socio comercial.

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