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Columna
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Un poeta nuevo, un narrador renovado

Antonio Cabrera y Juan Marsé han ganado los Premios de la Crítica en castellano. Un poeta nuevo y un veterano pero joven narrador. Cabrera (1958) ha conseguido el premio en la modalidad de poesía por su obra En la estación perpetua, que es su primer libro; la novela de Marsé, Rabos de lagartija, hace la décima de las suyas. Ambas decisiones son justas, propias de un premio que ha acertado mucho más que se ha equivocado en sus cuarenta y tantos años de existencia.

No es un poeta en agraz quien se asoma a los versos de En la estación perpetua, que distan de sustentar un primer libro, sino un escritor maduro, con una muy precisa concepción del discurso poético, tanto en visión como en expresión. El sistema expresivo de Cabrera tiende a la transparencia, si no al decir coloquial sí a la producción de un discurso exento de obstáculos y opacidades, que se aloja generalmente en el modelo de la silva blanca, más o menos estricta, en los endecasílabos sueltos y alguna vez en el soneto. Lo cual no significa que esta poesía sea fácil: se nutre de una muy evidente complejidad, que reside en su visión del mundo, en su percepción de la naturaleza y de lo otro como un enigma que la conciencia debe descifrar.

El último Premio de la Crítica ha ratificado que Juan Marsé está situado a la cabeza de la narrativa española, con independencia de promociones y generaciones

Una cita de Unamuno al frente del libro nos da la llave para entrar en su mundo poético: 'El gran misterio es la conciencia y el mundo en ella'. Estos dos polos, entendidos dialécticamente, concentran toda la energía de los versos. La conciencia puede nutrirse de realidad ante la sola comparecencia de un fenómeno meteorológico: 'El mundo me contiene. Le doy gracias al trueno'.

Pero también se plantea lo contrario, pues el esplendor de los sentidos puede ser engañoso: 'Y, sin embargo, basta / con retornar, aun levemente, a la niebla pura / que son los pensamientos / para que tanta luz desafiante / abdique en la conciencia...'. Mientras tanto, la conciencia permanece atenta: 'Me queda siempre la estación perpetua: / mi mente repetida y sola'. Todo ello se formula sin abstracciones, a través del cuidado y contenido diseño rítmico, el escogido vocabulario, la dicción clara y, sobre todo, el muy consciente equilibrio entre expresión y visión, de modo que las intuiciones del discurso sean ante todo poéticas. Ese equilibrio trasciende el actual debate de nuestra poesía entre hermetismo y comunicación, pues Cabrera comunica sin adentrarse en inútiles espesuras verbales y, a la vez, sin fatigar los espacios urbanos, las experiencias cotidianas, el voluntario prosaísmo, etcétera.

Marsé repite premio; lo obtuvo hace siete años por El embrujo de Shanghai. Hace tres que se eliminó el requisito de que no se podía conceder a quien lo hubiera alcanzado con anterioridad. Con esta decisión se corría, es verdad, el riesgo de que el abanico de candidatos se cerrara, pero de lo que se trataba, sobre todo en premios como éstos sin dotación económica, era de hacer el máximo de justicia posible.

Una justicia que en el orden institucional ha sido hasta ahora nula para el novelista barcelonés. Marsé ni es centralista -¿por qué iba a serlo?-, ni es nacionalista, y eso, al parecer, se paga. Pero se hace difícil poner en duda que Rabos de lagartija es una de las mejores novelas del año 2000, si no la mejor, por la novedad de sus estructuras narrativas, por la suave fluidez de su ritmo, por su capacidad de síntesis, por el delicado lirismo que colorea la difícil realidad de la Barcelona humilde de posguerra, por la vigencia poética del peculiar universo narrativo de su autor.

Un universo personalísimo que fabula y sueña la dura existencia de los vencidos y de los humillados. Los dolorosos ámbitos por donde discurren esta novela y otras del autor han heredado la defensa de los marginados como lo hizo el neorrealismo italiano y español (Aldecoa), pero, como los mejores narradores italianos y el propio Aldecoa, sin incurrir en populismos ni maniqueísmos de ninguna clase, ni en las consiguientes tosquedades expresivas. La primera posguerra se vuelve, en estas páginas, verdad artística y moral que pone en la picota para siempre la crueldad y la insania de los vencedores y muestra la permanencia estética de los cánones realistas cuando no se vuelven de espaldas a la renovación técnica y expresiva.

El último Premio de la Crítica ha ratificado, en definitiva, lo que es una opinión muy extendida: que Juan Marsé está situado a la cabeza de la narrativa española, con independencia de promociones y generaciones.

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