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Columna
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Un trébol de cuatro hojas

La lectura comparada de La cruz de San Andrés, con la que Camilo José Cela ganó el Premio Planeta en 1994, y de Carmen, Carmela, Carmiña, de Carmen Formoso, que también concurrió a ese galardón, hace pensar al crítico Ignacio Echevarría, autor de este artículo, que resulta 'insensata la pretensión de que Cela haya cometido plagio', pero también que 'hay indicios sobrados para sospechar que Cela, directa o indirectamente, tuvo acceso a una copia de la novela de Carmen Formoso y se sirvió de ella de algún modo'. La Audiencia de Barcelona, que ha ordenado que se inicien diligencias para 'la averiguación de las circunstancias en que el querellado don Camilo José Cela escribió La cruz de San Andrés', ha puesto el caso al rojo vivo.

'Hay indicios sobrados para sospechar que Cela tuvo acceso a una copia de la novela de Formoso'

Algunas ediciones de Madame Bovary incluyen, a título de curiosidad, los textos de la acusación, defensa y sentencia del proceso incoado contra Flaubert en 1857, cuando, tras la publicación del libro, fue acusado de un presunto delito de ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres. La lectura de esos documentos, a ratos cómica, a menudo sonrojante, sorprendente siempre, resulta por muchos motivos instructiva.

Tomando en consideración este precedente, una solución salomónica para la querella presentada por Carmen Formoso contra Camilo José Cela y la editorial Planeta por un presunto delito de plagio y apropiación indebida, podría consistir en recomendar la inclusión, en futuras ediciones de La cruz de San Andrés (si es que una novela tan desganada las reclama), de los autos e informes tanto de la Audiencia de Barcelona como de la fiscalía, pero sobre todo del texto que el señor Jesús Díaz Formoso, abogado, ha escrito como prólogo para la novela de su madre, Carmen, Carmela, Carmiña (La Coruña, Punto Crítico, 2000).

Sobre satisfacer con creces la sed justiciera y el afán de notoriedad de la familia Formoso, la eventual inclusión, junto a La cruz de San Andrés, de este texto, que tan a menudo roza lo delirante, tendría por efecto destacar en la novela de Cela perspectivas e intenciones muy sugeridoras, aparte de ilustrar ejemplarmente, bien que estilizadas por una dinámica paranoide, las pantanosas vecindades en que concurren el rigor crítico y los procedimientos jurídicos a la hora de rondar una noción tan resbaladiza como la de propiedad intelectual.

Se diría que, en la estela del todavía reciente escándalo suscitado por el caso de María Rosa Quintana, se ha desatado por estos pagos una auténtica caza de brujas encaminada a desenmascarar y castigar a negros, plagiarios y toda suerte de facinerosos capaces de empañar la resplandeciente honra de la institución literaria. Pero tanta susceptibilidad a este respecto mueve a pensar que esa honra está definitivamente en entredicho, al menos en la virtuosa forma con que durante casi dos siglos la ha venido representando lo que podría considerarse una moral romántica de la escritura creadora.

Del mismo modo que los procesos contra Flaubert y (en el mismo año) contra Baudelaire se incoaron en nombre de una moral, de una religión, de unas costumbres que ya por entonces se hallaban en franco retroceso, no deja de resultar significativo que la susceptibilidad del concepto de propiedad intelectual sea tanto mayor no sólo cuanto más conspicuos y versátiles son los instrumentos de su más o menos indebida apropiación, sino -y sobre todo- cuanto los mismos mecanismos de la creación se nutren inevitablemente de una cada vez más explícita intertextualidad, mejor o peor consentida si se ampara en nociones como las de pastiche, parodia, remake, versión...

Con independencia de cuál sea la solución técnica del caso, resulta insensata la pretensión de que Cela haya cometido plagio. Tanto más si el concepto de plagio ha de referirse, como dicta una sentencia de la sala primera del Tribunal Supremo (28/1/1995), 'a las coincidencias estructurales básicas y fundamentales y no a las accesorias, añadidas, superpuestas o modificiaciones no trascendentales'.

Por otro lado, hay indicios sobrados para sospechar que Cela,directa o indirectamente, tuvo acceso a una copia de la novela de Carmen Formoso y se sirvió de ella de algún modo, lo cual, por mucha que sea la coña con que se haya procedido, constituye de por sí una canallada. Pero a efectos del lector, y en atención a su beneficio, no cabe duda de que, aun siendo, como se la juzgó en su día, una novela de 'mantenimiento', declaradamente ocasional, escrita -como el propio narrador no deja de subrayar una y otra vez- 'a zurriagazos', con la prisa de terminarla a tiempo y cumplir con el compromiso de presentarla al Premio Planeta, La cruz de San Andrés es un texto infinitamente superior a Carmen, Carmela, Carmiña, novela abrumadoramente ramplona. Y por muchas que sean las coincidencias, no cabe duda tampoco de que el sentido de La cruz de San Andrés, de su 'monótona melopea' (Cela dixit), es muy distinto al de la novela de Carmen Formoso, que Cela parece emplear simplemente como pretexto, es decir, como texto previo, como pie de entrada al suyo propio.

Pretender que se ha cometido aquí algún engaño contra el lector vendría a resultar tan extravagante como -salvadas, por favor, las distancias- pretender que lo hay en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz por razón del uso evidente que el poeta hizo de las versiones 'a lo divino' que Sebastián de Córdoba, vecino de Úbeda, realizara de los poemas de Boscán y Garcilaso.

En cuanto a la más que dudosa legitimidad de lo que, en el mejor de los casos, constituye un flagrante abuso de la confianza que centenares de cándidos novelistas depositan anualmente en la editorial Planeta con ocasión de la convocatoria de su premio, cuesta pensar que con ello se consiga sustanciar la acusación de apropiación indebida, lo cual no obsta para deplorarlo. Pero también en este punto conviene no dejarse embargar por la hipocresía que rodea el caso. Cuando el señor Díaz Formoso declara indignado que el propósito de Cela no es otro que 'hacer ver la verdad oculta tras la literatura de nuestros días', a saber, la de que la literatura misma 'es un negocio manejado por unos mercaderes sin escrúpulos', uno se pregunta qué mal ve en ello (quiere decirse en el propósito de Cela), y cómo podría ser de otro modo. En cualquier caso, quien a estas alturas piense que un montaje como el del Premio Planeta se hace en orden a una moral, cualquiera que ésta sea, que levante la mano, y, puesto a ello, atornille sobre su sien el dedo índice. En un pasaje de Carmen, Carmela, Carmiña (que para más inri se subtitula 'Fluorescencia'), uno de los personajes, Carmiña, anda flirteando con un apuesto mozo, de nombre Pepo. Los dos pasean por la carretera que conduce a la coruñesa Torre de Hércules (el pasaje es uno de los denunciados por plagio) cuando una racha de viento abre la camisa de Pepo y, asombrada, Carmiña descubre que éste lleva en el pecho el dibujo de un trébol de cuatro hojas. '¡Ella tenía otro igual y en el mismo sitio!', se dice. Y añade: '¡Oh, Dios mío, Dios mío...!, ¿qué puede significar?'. Se lo pregunta a Pepo, y éste tampoco encuentra explicación, pues el trébol le apareció hace cinco años, sin más ni más. Con todo, la situación da pie a que los dos se animen a darse un tremendo revolcón, en el que Carmiña pierde dichosamente la virginidad. Agotados por los sucesivos embates de su pasión ('él se corría una y otra vez...'), los dos 'descansaron y fueron recobrando la serenidad'.

Pues eso. Y los demás a divertirse, que al fin y al cabo no hay tantas oportunidades para hacerlo.

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