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Tortura, tiro en la nuca y comunión diaria

Mientras se celebraba el juicio de 1985, en el que fue condenado a prisión perpetua por la Cámara Federal de Buenos Aires, el general Jorge Rafael Videla -acusado de múltiples secuestros, homicidios y torturas como presidente que fue de la primera Junta Militar tras su acción golpista del 24 de marzo de 1976- se entregaba durante las sesiones de la vista oral a la devota lectura de la Biblia, aislándose así en su propio mundo interior. El general tiene fama de ser ascético, católico sumamente practicante y de comunión diaria. Mientras el juicio se desarrollaba y los testigos, con voz entrecortada por la angustia de sus recuerdos y pesadillas, respondían a las preguntas de los jueces y detallaban los horrores de las torturas a las que fueron sometidos, estallando a veces en un llanto compulsivo en medio del silencio estremecido de la sala, el general, ajeno al drama, saboreaba el Nuevo Testamento, concentrándose presu-miblemente en la jugosa parábola del trigo y la cizaña.

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Separar la mala hierba de la buena: ésa fue la dura responsabilidad que él tuvo que asumir. Y para ello no se anduvo por las ramas: secuestro, tortura y tiro en la nuca, todo ello en cantidades masivas, metodología aplicada al margen de la ley a miles de 'subversivos' o sospechosos de serlo. Él lo sabía todo -y así lo reconoce- en su calidad de comandante en jefe. A diferencia del general Pinochet, que ahora alega que ni ordenaba ni conocía los excesos cometidos por sus subordinados (delitos por los que todavía puede ser juzgado en Chile), Videla, en cambio, sabedor de que no puede ser nuevamente juzgado por aquellos delitos por los que ya fue condenado y posteriormente indultado, ya no tiene problemas para mostrarse absolutamente rotundo en el reconocimiento de lo que ocurrió.

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Y lo que ocurrió lo resume así: 'No se podía fusilar. La sociedad argentina no hubiera bancado [encajado, soportado] los fusilamientos'. Agrega que, en vista de tal imposibilidad, todos los jefes de las Fuerzas Armadas estuvieron de acuerdo en establecer el método de acción clandestina, consistente en secuestrar, someter a torturas y hacer desaparecer a sus opositores políticos. 'No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo, y el que no lo estuvo se fue'.

Sin embargo, el problema no consistía en la carencia de verdugos dispuestos a fusilar. El coronel Seineldín nos manifestaba en entrevista personal en Buenos Aires (entre sus dos insurrecciones de 1988 y 1990) que él, en su momento, 'se presentó voluntario para fusilar subversivos, pero su ofrecimiento fue desestimado por sus superiores'. Nunca faltan patriotas voluntarios para este tipo de servicios. El problema era que el número de 'subversivos' que, según Videla y los suyos, había que fusilar era tan desmesuradamente alto (decenas de miles), que no sólo la sociedad argentina, sino también Europa, el Vaticano, la ONU y La Haya se le hubieran echado encima, y hasta los Estados Unidos (tan comprensivos y tolerantes con las formas clandestinas de ejecución en América Latina) hubieran puesto el grito en el cielo ante tamaña matanza, ejecutada a la luz pública y por vía oficial. En cambio, esa misma masacre, si era perpetrada en la sombra, podía gozar -como así fue- de un cierto grado de tolerancia e inhibición por parte de algunos importantes poderes de la comunidad internacional. Recordemos -como simple ejemplo, y por la parte que nos toca- que, por aquellos años, un embajador español manifestaba públicamente que 'los militares argentinos estaban haciendo lo que tenían que hacer'.

El general Videla cree firmemente -y no es el único- que la tortura es una práctica necesaria, perfectamente normal y absolutamente cotidiana, incluso en tiempo de paz. 'Estoy seguro', afirma, 'de que en este momento en alguna comisaría [argentina] se está torturando, porque cuando se quiere llevar adelante una investigación en serio...'. Esta frase inacabada, que el general termina con esos siniestros puntos suspensivos, tiene muy fácil traducción: 'Toda investigación seria requiere de la tortura para ser eficaz'. En otras palabras: la tortura como práctica habitual, diaria y común. Entre 1976 y 1980, como jefe del Ejército y de la primera Junta Militar, imbuido de su sagrada misión evangélica de separar la cizaña del trigo, así lo asumió, lo ordenó y lo dirigió: a escala masiva y cotidiana. Sin perjuicio de su comunión, cotidiana también.

Con ello se inscribía en una antiquísima tradición, romana y española: la del Digesto de Justiniano (libro LVIII, capítulo XVIII, 'De Questionibus', sobre las formas adecuadas de interrogatorio bajo tortura en el curso de una investigación), y, sobre todo, la de nuestro gran Alfonso X el Sabio, quien en Las Siete Partidas nos legó esta sabrosa definición: 'Tormento es una manera de prueba que hallaron los que fueron amadores de la justicia'. Y que, en su Partida VII, título 30, 'De los tormentos', nos dejó esta otra joya: 'Los prudentes antiguos han considerado bueno tormentar a los hombres, para sacar dellos la verdad'.

El general Videla podrá ser acusado, con harta justificación, de muchos y terribles delitos, pero nadie podrá decir que carece de antecesores de ilustre condición.

Prudencio García es consultor internacional de la ONU y de otros organismos. Investigador del INACS.

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