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Tribuna:DEBATE | DEBATE
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Epidemiología del alarmismo

Enrique Gil Calvo

A fines del año pasado participé en un tribunal encargado de juzgar una tesis doctoral que versaba sobre cine de terror y sociedad del riesgo. Y cuando le tocó intervenir a un catedrático senior bien conocido por su cosmopolitismo, que está especializado en historia de la teoría social, se limitó a dictaminar: 'La sociología del riesgo es una estupidez, y Ulrich Beck, su máximo profeta, un auténtico idiota'. Su narcisismo debió quedar satisfecho, si es que padece una neurosis tan gratificante, pues inmediatamente un rumor colectivo inundó el Salón de Grados, sacudido por tan inesperado escándalo. Chapeau.

Como se sabe, el sociólogo alemán de moda, Ulrich Beck, se ha hecho famoso popularizando una versión extremada y reducida al absurdo de la hipótesis weberiana de la jaula de hierro: el exceso de racionalismo y modernización sólo conduciría a un infierno inhumano. Y donde Weber hablaba de consecuencias no queridas o efectos perversos (concepto acuñado por Goethe en su Fausto), Beck predica la proliferación de peligros emergentes: incertidumbre, inseguridad y riesgo. Es la quintaesencia de la retórica reaccionaria tan querida por el pensamiento conservador, que, al decir de Hirschman, en el cambio social sólo sabe advertir no el progreso evidente, sino tan sólo su peligrosidad o jeopardy. Sus argumentos son los consabidos lugares comunes sobre las presuntas patologías yatrogénicas que causaría el desarrollo científico-técnico del capitalismo: desempleo crónico, desorganización familiar, destrucción del medio ambiente y creación de nuevos desastres causados por el exceso de codicia o ambición. Y la respuesta a tanto alarmismo también es conocida: el cambio social genera mayor incertidumbre, pero ésta es de naturaleza jánica o bifronte, puesto que tanto representa un riesgo como su contrario, una oportunidad.

No crecen los riesgos reales, sino la contagiosidad del miedo a los percibidos o imaginarios

La originalidad de Beck residiría en la proposición de dos axiomas probablemente falsos. El primero es que la tasa neta de riesgos estaría creciendo a nivel global, cuando todos los indicadores sociales de calidad de vida y desarrollo humano, con la longevidad en primer término, lo desmienten categóricamente. El segundo es que los nuevos riesgos específicamente modernos ya no son naturales sino artificiales, en el sentido de que surgen como subproducto social. Pero esto no es nada nuevo. Hace doce mil años, los cazadores preagrícolas extinguieron la megafauna del pleistoceno. Hace diez milenios, la revolución agrícola inventó las epidemias contagiosas al crear las ciudades-estado neolíticas. Hace tres o cuatro milenios, los grandes imperios hidráulicos transformaron los cursos fluviales induciendo cambios climáticos. Hace medio milenio, los agricultores feudales y los constructores de barcos destruyeron el bosque europeo y diezmaron la población amerindia, contagiada por letales virus mediterráneos. Y hace doscientos años se inventó el capitalismo industrial, con su catarata de efectos colaterales. Todos esos riesgos creados fueron imprevistos y quedaron sin control. Mientras que ahora, en cambio, ya sabemos preverlos, asegurarnos contra ellos y controlarlos cada vez más.

Pero si la tesis de Beck es falsa, ¿por qué ha tenido tanto éxito entre los sociólogos más cándidos o crédulos? Pues porque el miedo es emocionante, como descubrió el cine de terror, y el alarmismo se vende muy bien. Pero ¿miedo a qué?: ¿al científico loco, que enloquece a las vacas convirtiéndolas en carnívoras, según la vieja metáfora fáustica del aprendiz de brujo que se convirtió en un híbrido de Pigmalión y Frankenstein? No, miedo a nosotros mismos. Lo que demuestra el éxito del libro de Beck no es que crezcan los riesgos reales, pues decrecen objetivamente, sino que crece la contagiosidad del miedo a los riesgos percibidos o imaginarios. Nuestra sociedad es cada vez más densa, dada la multiplicación de nuestras redes de interconexión: es la densidad moral de Dürkheim. Y eso hace que los pánicos, financieros o sociales, se multipliquen instantáneamente, en cuanto suena una voz de alarma aparentemente autorizada. ¿Puro irracionalismo patológico, sólo entendible como freudiana psicología de las masas? Quizá, pero el comportamiento colectivo no es irracional.

Se trata, como apunta Jean-Pierre Dupuy, de la mano invisible de Adam Smith, que igual sirve para crear un orden automático, nacido por generación espontánea del intercambio agregado, que para crear desorden aleatorio, también nacido del mero intercambio propagado por mimetismo. Si la competencia se transmite por imitación, también el pánico se contrae por contagio. De ahí que se establezcan ciclos de oscilación pendular como en las modas o en los negocios, que fluctúan del orden al desorden, del riesgo a la seguridad, de la reactivación a la recesión y de la euforia al pánico, en movimientos colectivos que se realimentan a sí mismos por pura causalidad circular, trazando círculos ora virtuosos ora viciosos. Y aquí no importa demasiado el origen del riesgo que pueda encender el pánico, pues, una vez iniciado por causas imaginarias o reales, enseguida cobra vida propia, pasando a autorreplicarse por contagio como hacen los virus epidemiológicos. Es la reproducción mimética de los memes de que habla Richard Dawkins, en todo paralela a la de los genes, que se transmiten y replican por contagio cultural. Y entonces el miedo al riesgo circula por doquier, hasta inundar todos los canales de la sociedad-red.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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