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Ocurrencias

El profesor Sartori y numerosos expertos en comunicación llevan años tratando de convencernos -con intenciones opuestas- de que, en la disputa por la opinión pública, lo que cuenta es llevar la iniciativa en los mensajes y responder con rapidez a los del adversario, como si el contenido fuera lo de menos. Es obvio que no es así, y que los mensajes deben tener una lógica coherente y un valor de verdad para crear la deseada imagen propia y del adversario. En la campaña de las elecciones presidenciales argentinas en 1999, Duda Mendonça, llamado para intentar remontar la campaña de Duhalde ante los escasos resultados de los esfuerzos previos de James Carville, no logró crear una imagen verosímil de su candidato, pese a ensayar todos los trucos del oficio, o quizá precisamente por ello.

Pues puede que la vertiginosa sucesión de mensajes y el protagonismo de Mendonça, no muy adecuado en un país que, como Argentina, mantiene una rivalidad histórica con Brasil, fueran factores adicionales de desgaste para la imagen de Duhalde: finalmente, lo único realmente significativo debió ser la factura del experto brasileño. Un político -un equipo político- debe saber de antemano qué quiere hacer desde el Gobierno, y los expertos le pueden ayudar a crear y transmitir a la opinión la imagen de ese proyecto, contraponiéndolo a otra que sintetice los aspectos criticados en el adversario. Pero si el político o su equipo no tienen ese proyecto, y si su estrategia comunicativa se queda en una sucesión de ocurrencias ancladas en el pasado, los resultados pueden ser patéticos.

Esto es lo que, al parecer, le está pasando al PP. Tras varios años en que la suerte les ha sonreído, permanecían instalados en el éxito y no estaban preparados para responder a circunstancias adversas. Ahora se les están abriendo numerosos frentes simultáneos, y no sólo no tienen nada nuevo que ofrecer -el mejor intento ha sido el de Rato, ofreciendo más de lo mismo, pero a plazos hasta el final de la legislatura-, sino que carecen de coordinación, tanto en el Gobierno como en la estrategia comunicativa. Y, peor aún, ante la adversidad no se les ocurre nada mejor que mirar hacia el pasado. Resulta bastante significativo que ante el incómodo submarino británico de Gibraltar pretendieran introducir en la agenda supuestos incidentes en submarinos nucleares sucedidos durante los años ochenta.

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A un Gobierno se le puede erosionar echándole en cara hechos de hace quince años, pero el PP es ahora el Gobierno, y no puede cargarse de razón por esa vía, como no podría, si le creciera el desempleo -Dios no lo quiera-, ponerse a hablar de la crisis del 92. Lo más patético de la referencia a los años ochenta es que revela un reflejo profundamente arraigado: atacar al adversario cuando no se tiene respuesta política ante la opinión. Sin embargo, es bastante evidente que los actuales problemas del Gobierno no se los ha creado la oposición, y que intentar descalificarla por ejercer su función de control revela, de un lado, impotencia política, y de otro, unos pésimos modales para lo que debe ser el debate en una democracia.

A Mariano Rajoy parece corresponderle en estas semanas encabezar las huestes del Gobierno, y por ello han venido de su boca las más notables ocurrencias -propias o ajenas- con las que el PP pretende mantener la iniciativa ante la opinión pública. Una de las más dignas de atención fue su referencia al líder de la oposición como alguien que hasta ahora sólo había demostrado educación y buenos modales. Aunque el profesor Sartori no lo crea, el homo videns no es lelo, y bastantes ciudadanos recuerdan que Rajoy desechó con pésimas maneras la oferta de pacto contra el terrorismo cuando los socialistas la plantearon, y que pocos días después debió envainarse sus sarcasmos. Ahora, el Gobierno cree que ese pacto ha sido bueno para el país.

Pero la ocurrencia de Rajoy no sólo choca con los hechos, sino que puede ser el mensaje más inadecuado. Pues los buenos modales de Rodríguez Zapatero no sólo son bien vistos por quienes todavía se estremecen recordando los tiempos de la crispación, sino que contrastan favorablemente con la imagen de un Gobierno que intenta encubrir su desorientación y sus contradicciones con alardes de fuerza verbal o institucional, sin advertir que, en un clima político adverso -por las razones que sean-, aumentar la tensión y abrir nuevos frentes puede estar altamente contraindicado. Es cierto que los medios de comunicación afines al Gobierno no contribuyen a la mesura de éste, pero alguien debería comprender que los malos modales no son la vía.

Así están las cosas, sin embargo. Pocos días después de descalificar a las decenas de miles de manifestantes contra la presencia del submarino británico en Gibraltar, se subraya la cifra que cobrarían los funcionarios si hubiera que cumplir la sentencia de la Audiencia Nacional y se habla de un nuevo pulso con el poder judicial. No parecen comprender que descalificar como borregos manipulados a los manifestantes contra el Tireless no sólo le quita credibilidad al PP entre los insultados, sino entre todos los ciudadanos que tienen reservas ante la energía nuclear en general y los submarinos nucleares en particular. Como no parecen entender que, aunque los funcionarios hayan demostrado una asombrosa paciencia, pueden llegar a irritarse en serio si se presenta la restitución de su capacidad adquisitiva perdida como el pelotazo de unos privilegiados.

El problema de fondo, claro, era que en su proyecto sólo había que sacar a los socialistas del Gobierno y todos los problemas se resolverían solos: lo de que el milagro eran ellos no fue una boutade, sino un convencimiento profundo. Y mientras las circunstancias eran favorables no era necesario tener un proyecto político, sino que bastaba con dedicarse a esa sistemática recomposición a su favor del poder económico que con tanto éxito han realizado. Pero ahora las cosas se han puesto mal, y nuestros gobernantes han quedado fijados en aquel tiempo feliz en el que la descalificación de los socialistas y de sus cómplices les daba credibilidad como opositores. Quizá Rajoy sea consciente de que eso ya no funciona: se le está poniendo muy mala cara.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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