Annaud comprime en un duelo de 'western' el infierno de la batalla de Stalingrado
'Enemigo a las puertas' es un filme europeo que ha costado casi cien millones de dólares
No es la primera vez que la oscura y espectral iconografía del asedio, entre 1942 y 1943, a la ciudad de Stalingrado por un ejército nazi a las órdenes del general Von Paulus se cuela en el cine e invade las pantallas del mundo. Con muchos medios y escasa fortuna, el cine soviético y el alemán intentaron hacernos ver por dentro cómo fue la vida en aquel tremendo escenario de muerte innumerable, pero uno y otro quisieron llevar el agua a su molino sin respeto a la verdad, por lo que sus respectivos lavados de imagen no resultaron convincentes, al menos para el millón de cadáveres que todavía hoy se remueven bajo los escombros de la vieja ciudad del río Volga.
Lo que sí es cine importante, y mucho, porque rezuma verdad, es el vasto arsenal documental rodado allí mismo, en las ruinas de la batalla, entre el aullido de los obuses, por geniales reporteros de los noticiarios rusos de aquel tiempo. Algunas de las imágenes atrapadas por aquellos suicidas cineastas anónimos son un signo identificador de lo que el siglo XX tiene de abismo. Todo el cine de ficción sobre la tragedia de Stalingrado se inspira en esas imágenes y deduce lo mejor de sus formas de los estallidos de energía cinematográfica que hay dentro de ellas.
Documento vivo
La inteligencia de la imagen por donde se mueve Enemigo a las puertas -título de dudosa eficacia, con menos fuerza de enganche que Duelo, que es como se conoce a la película en Alemania- procede de que Jean-Jacques Annaud y su equipo han buscado en aquellas imágenes estrictamente documentales el escenario del vuelo de su ficción. Por ello, la película es un puro ejercicio de cine de aventura, que se parece mucho a un documento vivo; y el relato, siendo el desarrollo imaginario de sucesos con perfiles de irrealidad, nacidos y configurados con lógica de mitos, tiene no obstante un inconfundible sabor a cosa cierta, a cosa ocurrida.
La estrategia narrativa del cine de aventuras de Annaud es una mezcla muy interesante de cálculo e improvisación, de matemática y de espontaneidad. Lo demostró con creces en En busca del fuego, El oso y El nombre de la rosa, películas solventes y por igual divertidas e inteligentes, trepidantes y sin embargo sosegadas. Esa sagacidad y ese equilibrio vuelven a aparecer en Enemigo a las puertas, donde Annaud emplea el colosalismo sin dejarse atrapar por sus facilidades, para dominarlo, para acabar reduciéndolo a un juego casi intimista de aventuras y desventuras individuales, vertebrado alrededor de un rito de eficacia infalible en el cine de acción, el rito del duelo y, en este caso, de duelo con resonancias del viejo e imperecedero cine del Oeste. Se trata de la busca recíproca, hasta el choque final (innecesariamente mortal) de sus miradas, de dos exterminadores de hombres, uno resistente y otro invasor, uno ruso y otro alemán, uno soldado y otro oficial, uno cazador y otro asesino, uno campesino y otro aristócrata.
Dos formas de inteligencia, de lucha y de vida comprimen así, metafóricamente, el colosal tinglado de la reconstrucción, casi al pie de la letra, del inmenso cementerio de Stalingrado en que Annaud y su equipo han embarcado a los sectores del cine europeo con manías de grandeza.
El choque de miradas entre el cazador ruso Vassili Zaitsev, que recrea con magnetismo y precisión el actor británico Jude Law, y el oficial de las SS Konig, que inventa con fuerza arrolladora el norteamericano Ed Harris, es un tenso y emocionante juego de western clásico incrustado con rara sabiduría por el guionista Alain Goddard y el director Jean-Jacques Annaud dentro de una vasta construcción, muy firme y sólidamente calculada, de cine de guerra sobre base histórica y documental.
Nada nuevo descubre esta película, salvo esa sencilla resolución con un juego de espejo; es decir, con la duplicación de una imagen individual, de una fosa inabarcable de multitudes humanas. Lo que intenta Annaud se parece a lo que hace tres décadas intentó hacer Sam Peckinpah en La cruz de hierro, pero la semejanza es más de destello, de ocurrencia, que de estructura narrativa.
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