El pillaje y la movilidad
Los ecuatorianos pagan en Lorca alquileres abusivos por una oferta que se lucra de la irregularidad
La comunidad ecuatoriana se ha establecido en la ciudad de Lorca y fuera de ella, en pleno centro urbano y en cortijadas, en casas recién construidas o viejos caserones de la ciudad. 'Se han asentado y han desplazado a los magrebíes, por religión y por lengua. Son más aceptados', sentencia el alcalde lorquino, Miguel Navarro.
Cuentan los extranjeros ecuatorianos que, a los recién llegados al municipio, esos que no tienen un lugar donde dormir nada más bajarse del avión que les ha traído a España, les recomiendan una visita a Miguel, 'el del vídeo-club'. 'Váyanse a la Corredera donde Miguel, el de los vídeos. Él les alquilará un piso', suele ser la consigna dada entre ellos. M. P. I., que regenta un vídeo-club en pleno centro de la ciudad, cuenta con, al menos, una docena de pisos en alquiler expandidos por el pueblo. Según él mismo reconoce, medio centenar de ecuatorianos son clientes suyos en alquileres 'siempre por contrato, aunque el 90% de los que tienen piso no se los hacen a los extranjeros', advierte. El gerente del local de películas de alquiler reconoce que el arrendamiento suscrito con sus clientes 'a veces' se realiza por habitaciones y 'otras veces' por la vivienda completa. Preguntado por si el precio requerido es excesivo, él mismo da las claves de la usura de la que muchos extranjeros son víctimas en la localidad: 'Es la ley de la oferta y la demanda. Se alquilan pisos por 50.000, 60.000 u 80.000 pesetas. Sin ir más lejos, junto a mi casa una señora tiene alquilada una habitación con un camastro y les cobra a la madre y la hija que viven allí 80.000 pesetas', expone. M. P. I. reconoce, no obstante, un cierto baremo a la hora de ponerle precio a las casas que él arrienda. Por ejemplo, considera que una vivienda con dos habitaciones y salón, en Lorca, no puede alquilarse por más de 40.000 o 50.000 pesetas; una de tres habitaciones, 60.000. 'A mí me tienen como el padre de los ecuatorianos. Yo empecé a meterlos cuando hace muchos años empezaron a venir y nadie quería meterlos', rememora. Sin embargo, las palabras de M. P. I. parecen defender una idea que no casa con su práctica habitual. En una de esas casas de no más de 50 metros cuadrados que él mismo alquila, y en la que casi hacinadas viven seis personas, el casero cobra 65.000 pesetas (70.000 a partir de enero, según sus inquilinos). Los habitantes de la vivienda, que prefieren no identificarse para 'evitar problemas', resumen los excesos de su casero en un 'permanente abuso' que incluye inspecciones sin que haya nadie en la casa. 'Él entra y sale del piso a su antojo, aunque no haya nadie en él. Si la luz está encendida y no es de noche, sube a decirnos que la apaguemos, que todavía es de día', detalla una de las residentes.
Al casero le brota una suerte de paternalismo y cierta desconfianza hacia la gente extranjera con la que trata a diario. 'Entre ellos mismos se roban. Eso hay que vivirlo. Y no es que yo tenga racismo. Una vez metí a una chica en un piso y más tarde me enteré que les cobraba 15.000 pesetas a cada uno de los compañeros que metió en la casa', explica. 'Si la vivienda es para tres o cuatro se meten siete y esconden los colchones. La única manera de controlarlo es yendo a las tres o cuatro de la mañana y pillarlos a todos durmiendo'.
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