Un viejo anhelo
Que las regulaciones -muchas, dispersas y de segundo rango- que ponen algo de orden en el desorden de nuestro cine se conviertan en una sola con altura formal de ley es un viejo y justo anhelo, nunca hasta ahora atendido, de la gente de este oficio. Parece, por lo que han dejado filtrar de su articulado, que se trata de un proyecto de ley que no introduce cambios sustanciales en la situación existente, pero que quiere poner racionalidad en el camaleónico -pues cada Administración e incluso cada administrador de turno puede pintarlo, y así ha ocurrido más de una vez, de su color favorito- barullo administrativo vigente. Dentro de unos meses, cuando este proyecto haya pasado por las cribas del Parlamento y sea ya ley, serán los jueces quienes diriman (y generen en el vacío de este territorio una fronda de buena y vertebradora jurisprudencia) los desencuentros que salten de la aplicación cotidiana de la norma, dejando atrás por fin la amenaza de arbitrariedad que hoy planea sobre la tarea de idear, organizar y hacer películas en España, tarea sobre la que a veces se puede desempolvar el viejo lamento de Larra y decirse que filmar en España es llorar.El cine europeo afronta retos históricos estimuladores, pero al mismo tiempo está ante una seria amenaza de extinción o de reducción a casi nada. Se hace en Europa, España incluida, cine de gran vigor, un enérgico, vivísimo esfuerzo de renovación del lenguaje cinematográfico, lo que da lugar cada año a un puñado de obras maestras de la imaginación contemporánea, a las que hay que situar, en cuanto creación, muy por encima de la opulenta e invasora producción de Hollywood. Pero las rutinas de esta producción tienen a su servicio una casi todopoderosa red de distribución de sus espectáculos fílmicos que copa casi por completo las pantallas europeas, comenzando por las españolas. Y la ley que viene es necesario que prevea -el Consejo Económico y Social se lo advirtió al Gobierno con diafanidad- mecanismos correctores del mercado que impidan la penosa distorsión colonial de éste por un pequeño número de empresas coloniales estadounidenses. Y si la ley prevé la supresión, como en toda Europa, de las cuotas de pantalla, es también obvio que ha de idear equivalentes a ellas que impidan que esta parcela de nuestra identidad se desmorone como si fuera (que no es) un castillo de naipes.
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