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El Nobel

Dentro de unos días la Academia Sueca hará pública la designación del nuevo Premio Nobel de Literatura. No es la primera vez que hago esta afirmación, que repito ahora: el Nobel no es bueno para la literatura. Al formularla, no pongo en duda los méritos indiscutibles de muchos de los escritores que lo consiguieron, pero sí digo que el Nobel establece una jerarquía de valores que no siempre se corresponde con la realidad. Basta con observar las clamorosas ausencias que registra la historia del premio: ni Kafka, ni Proust, ni Borges, ni Paul Valéry, ni Graham Greene, por citar de momento sólo estos casos, lo obtuvieron.Las causas de esas ausencias fueron diversas: desconocimiento, malentendidos políticos o razonamientos abstrusos, como el que condujo a la Academia a no conceder el premio a Borges por entender que había escrito muchas paginas magistrales, pero ninguna obra maestra. Dios, que es omnisciente, me explicará un día qué entendían por obra maestra los señores académicos, sobre todo teniendo en cuenta que nunca es de recibo el doble rasero para medir los méritos. Porque si uno coteja más de un Premio Nobel efectivo con Jorge Luis Borges, el razonamiento se derrumba por completo. Por eso, creo que el Nobel perjudica más que beneficia a la literatura. Porque, en última instancia, es un premio más, aunque sea el primero, y como tal premio es arbitrario y aleatorio. Sólo que tales condiciones no impiden el acceso de algunos escritores a lugares que no debían haber conquistado nunca. Si hoy se sigue editando, aunque poco, a José Echegaray al famoso Premio se lo debe. Pero, sin ir tan lejos, el hecho es que el Nobel establece una jerarquía de valores que es manifiestamente injusta, porque les concede a los galardonados una peana que se les niega a otros con méritos al menos equivalentes. Honrar con un primer puesto universal a un escritor de determinada cultura es a todas luces desmesurado, al margen de los méritos que concurran en el interesado, cuando concurren. Lo que no fue el caso de Echegaray, ni de Pearl S. Buck, ni de Dario Fo (¿por qué región del olvido de los señores académicos caminaba el nombre de Arthur Miller?), ni, desde luego, aunque no suela decirse, el de Gabriela Mistral. (Ni el de Churchill, gran hombre por otras causas.)

En realidad, al Nobel le sucede lo que a todos los premios, sólo que en grado máximo: tiene que ver con la literatura como institución, pero no con la literatura como fenómeno estrictamente creador. El mayor escritor portugués del siglo, Fernando Pessoa, pasó su vida en Lisboa y publicó casi secretamente; a Kafka le ocurrió lo mismo en Praga; Kavafis, algo menos secreto, no fue más que un discreto funcionario griego en Alejandría; Rainer María Rilke no cultivó las penumbras, pero le interesaban mucho más las damas que los galardones y estuvo diez años de su vida urdiendo en sus ocultas galerías las elegías de Duino; en fin, James Joyce escribió la vida secreta de su Ulises y se murió un día en Zúrich.

Describo, más que valoro. El lector puede sacar las consecuencias. Conste que me alegraré si el nuevo Premio Nobel es un buen escritor. Esta no es una cuestión de buenos ni de malos, ni de juicios lanzados al viento. Se trata de poner cada cosa en su sitio. Tal es, en definitiva, la tarea de la crítica literaria. En última instancia, la justicia literaria la establecen los siglos, que corrigen los pecados de la historia y marcan con letras de oro los nombres de los verdaderos elegidos de la palabra.

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