La vieja música del silencio
La editorial Árdora, en colaboración con la Filmoteca Española, ha publicado un libro con pinta de liviano, un librito cuyo título, largo y abrupto, nada menos que Ensayo sobre la noción de profundidad en la música, atemoriza, pero que despúes de leído cambia de aspecto y se hace un libro cómodo, amistoso e incluso sencillo. Parece, palpadas sus tapas con ojos desprevenidos, un libro disuasorio, cosa de y para intrincados catedráticos o, peor aún, alumnos empollones de conservatorio. Y puede que esta joya de color verde claro sea en parte lo que parece ser, y que entusiasme a algún erudito en álgebra musicológica. Nadie es perfecto. Pero en sus páginas, a medida que se adentra uno en ellas, se abre una estancia confortable, abierta de par en par, que desmiente lo dicho y abre la inteligencia de estas páginas a la percepción de la gente común, la que ama a la música sin la necesidad de descifrar el jeroglífico de sus tripas. Algo, por supuesto, tiene que ver con ello la claridad de la mirada de su escritor, un tal Eric Rohmer, muchacho francés octogenario que desde hace más de medio siglo, de forma terca y entusiasmada, realiza una tras otra películas cada vez más imbricadas con los viejos códigos de la armonía, esas aristocráticas leyes sobre las que ahora suelta sus democráticas ideas en este maravilloso libro libre.Rohmer, sin ayuda esta vez de su cámara, nos proporciona desde muy dentro del cine, desde su médula misma, un abrumador conocimiento de los accesos a la regla de su elaboración. Es un conocimiento impagable por lo que tiene de exacto y de irrefutable. Lo habitual es recurrir a la verdad a medias de que el cine es narración o trama, o, afinando mucho las cosas, poesía. Mucho más cercano a lo cierto es decir que el cine, cuando realmente lo es y no simula serlo, es música. Y esta idea, sin la que no se entendería el cine de Eisenstein, de John Ford o de Robert Bresson, o el de cualquier cineasta que merezca la pena, comenzaba ya a ser pasto de olvido. De ahí la gracia y la oportunidad del viejo Rohmer al recordarnos que, dentro de su noción de profundidad de la música, nos sumergimos de forma natural en las profundidades del cine.
Dice Rohmer en el punto sin retorno de su libro, cuando acepta que sus rodeos alrededor de la música de Mozart y de Beethoven son en realidad un cerco a la materia que él maneja a diario en su oficio de cineasta, que es la materia de los comportamientos de la gente y la captura de estos comportamientos por la imagen cinematográfica: "Las afinidades que el cine, arte de la imagen, mantiene con las artes plásticas son incuestionables; yo mismo me he empeñado con frecuencia en subrayarlas. Como la pintura, la escultura, la arquitectura o el ballet, el cine es organizador de espacios. Pero si hoy deseo relacionarlo con la música y convertir a ésta en su verdadera hermana es porque dentro del cine existe la organización de la musicalidad más pura. Al hacerse el cine hablado y sonoro, dicha musicalidad puede ser, por supuesto, uno de los atributos del sonido cinematográfico, ruidos de la naturaleza, timbre de voces, pero me limitaré aquí a detectar esa musicalidad en la propia imagen. De hecho, es en las películas de la época muda, las de Griffith, Murnau, Lang o Stroheim, donde se dan los ejemplos más convincentes de tal musicalidad. El cine nos dice algo más de lo que el pintor más sensible, más inteligente o más inventivo pueda decirnos sobre el ser del mundo. Algo que, hasta ahora, sólo la música había sido capaz de expresar. El arte del cine consiste en hacernos descubrir esa melodía, ese canto secreto de los seres y el mundo que la percepción ordinaria disimula".
Todas estas vueltas alrededor de la sagrada musicalidad de la imagen están ya casi olvidadas en los usos de la fábrica de salchichas en que se está convirtiendo el cine últimamente. De ahí que las nubes angelicales en que Rohmer nos encarama sean en realidad un islote de tierra firme en medio de un pantano.
Babelia
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