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48º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Kathryn Bigelow salta de la acción a la vaciedad de la mala retórica

Sombra de Sean Penn

El concurso llegó ayer a su día más aburrido y lleno de bajas calidades. La rara y curiosa comedia coreana Perro ladrador, poco mordedor (que tiene el mérito de ser la primera película que hace un tal Bong Joon-ho, al que probablemente ni siquiera conocen en su casa, pero en el que se ven sólidas maneras de gran director futuro) no logró quitar de la boca de la gente festivalera el mal sabor que dejó la película estrella de la jornada, un relato rimbombante y pretencioso titulado El peso del agua, escrito y dirigido por la estadounidense Kathryn Bigelow.La película coreana por lo visto es una comedia, pero lo cierto es que esto hay que adivinarlo, porque su cadencia no se ajusta en absoluto a lo que entendemos por comedia en los patrones genéricos del cine occidental.

Hay en ella un juego de gags montados sobre la mecánica del absurdo y el humor que destilan, más que negro es críptico, y a ratos brutal o cruel, lo que hace limitar a la comicidad de este Perro ladrador poco mordedor con el mismísimo territorio lúgubre del tragedión.

Kathryn Bigelow, por su parte, no abandona del todo, en esta su incursión dentro del cine de retóricas intelectuales y profesorales, su gusto, o regusto, por la zona rastrera del cine (eso sí, combinado con otro regusto paralelo por la reflexión moralizadora) de violencia y acción frenéticas.Y concede a las imágenes que le dieron renombre dos escenas, ciertamente torponas además de aparatosas. Una de ellas reproduce los truculentos asesinatos, al parecer verídicos, de dos mujeres emigrantes noruegas, ocurridos a finales del siglo pasado en un pequeño puerto pesquero de la costa atlántica de Estados Unidos; y otra que representa el espectacular, no truculento pero sí muy trucado, naufragio del velero donde gente intelectual de ahora va a averiguar la verdad sobre aquellos todavía no resueltos crímenes.

Entre los excursionistas a las bambalinas de este intrincado suceso, nos encontramos con un muy poco creíble Sean Penn, lleno hasta reventar de un almacén de estudiadas frasecitas y de muecas hechas a la medida de un personaje de escritor progre, cínico y con un punto de suicida exquisito, lo que no entra ni con embudo en el pequeño cuerpo del enorme actor, que se deja pegada a la piel de la hueca pantalla de la señora Bigelow esa mala presencia que es la ausencia de talento en quien lo tiene a raudales.

Se le ve fingir malamente a Sean Penn, se le ve esforzarse al actor en ser lo que no es, se le ve padecer haciendo algo que traiciona a su genio y al de su estirpe.

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