La fase imperialista del nacionalismo vasco
El laberinto vasco del que habló en su día Julio Caro Baroja se complica más cada día, y a estas alturas resulta difícil encontrar el hilo de Ariadna que conduzca a buen fin. En todo caso, pensamos que hacer un poco de historia no sólo no vendrá mal, sino que incluso puede servir para aclarar algo el panorama.En ese sentido, resulta sin duda muy ilustrativo examinar la evolución que siguió en su día el nacionalismo catalán y compararla con la que está siguiendo el nacionalismo vasco, pues encontramos concomitancias y paralelismos que pueden ser útiles para una iluminación mutua de ambos procesos. En todo caso, partimos de un hecho que todo proceso histórico viene a confirmar, y es la tendencia hacia el imperialismo que experimenta todo nacionalismo cuando, una vez instalado en el poder, se radicaliza. Esto es precisamente la fase actual en que se encuentra el nacionalismo vasco.
Un seguimiento de las distintas fases por las que pasa el nacionalismo catalán resulta esclarecedor. Tiene éste sus primeras manifestaciones con el fenómeno de la llamada Renaixença, en la primera mitad del siglo XIX, con la reapertura de la Universidad de Barcelona en 1833 y el incentivarse con ello el uso literario de la lengua catalana. El impulso romántico del "espíritu del pueblo" (Volkgeist) va a servir de caldo de cultivo a un movimiento que logra sus primeras formulaciones teóricas en el último cuarto del mismo siglo con Pi y Margall, Milá y Fontanals, Valentín Almirall, y alcanzará la fase del imperialismo con Prat de la Riba en 1906, al publicar éste su emblemático texto: La nacionalitat catalana, del que emanará una doctrina pancatalanista; según ésta, Cataluña no estará completa hasta que no se integren en ella la parte francesa (el Rosellón y la Provenza), así como la Cataluña del sur (es decir, Valencia) y la insular (Baleares). El conjunto de todo ello constituirá el imperio catalán, que, en principio, no tiene que separarse de España, si ésta acepta una nueva Constitución que dé cabida al nuevo ente político. El proyecto obviaba, como se ve, la voluntad del Estado francés, así como la de los propios valencianos y la de los insulares de las Baleares. La voluntad imperialista no admitía fronteras, como se ve, y se daba de bruces con el más elemental sentido de la realidad. El programa tenía que fracasar por necesidad, lo que no impidió -ni tenía por qué hacerlo- que obtuviese logros definitivos, como fue la "normalización" lingüística del catalán y el reconocimiento de una plena conciencia de su autonomía cultural, a la que hoy se da pleno respaldo jurídico-político.
Ahora, una vez esbozado el proceso histórico del nacionalismo catalán y si lo comparamos, de acuerdo con lo que prometimos al principio, con el nacionalismo vasco, puede observarse que está siguiendo un recorrido muy similar, aunque con un retraso considerable en el tiempo. En primer lugar, porque incluso el propio nacimiento del proceso vasco de autonomía se involucró de modo espúreo con las guerras carlistas y la reivindicación fuerista. En realidad, hasta 1895, en que Sabino Arana funda el Partido Nacionalista Vasco, el nacionalismo vasco carece de un programa político de autonomía, y aun desde ese momento tropieza con graves dificultades para su instauración. En primer lugar, porque el euskera constituye un conjunto de dialectos sin normalizar académicamente, lo cual trae otro problema: la inexistencia de una literatura euskérica continuada que pueda plasmarse en una historia de la literatura vasca elaborada con cierta coherencia; se da la circunstancia de que los mejores escritores vascos -Unamuno, Baroja, Maeztu, Basterra, Zubiri, Imaz, etcétera- han escrito su obra en castellano. Y aún todavía encontramos otra dificultad: los primeros focos del nacionalismo y los más influyentes están relacionados con el gran desarrollo de la burguesía en el área financiera -grandes bancos-, en la siderurgia -Altos Hornos de Vizcaya- o en el de las navieras -Sota, Aznar, etcétera-, lo que originó que se hablara entonces de "bizcaitarrismo". Sólo cuando en los últimos meses de la Segunda República se aprueba el Estatuto de Guernica puede empezar a hablarse de un nacionalismo político consolidado. Y, sin embargo, cuando tras la hibernación del franquismo ese nacionalismo quiere resurgir, se ve envuelto con las interferencias políticas revolucionarias de ETA.
He aquí los graves problemas en que se ve implicado el nacionalismo vasco, que podría encontrarse en un momento saludable y propicio a su máximo desarrollo. Sin duda, el retraso del proceso ha sido aquí decisivo, pues, cuando con la recuperación democrática en 1978, se consolidan las ikastolas y se "normaliza" lingüísticamente, mediante un batua integrador, la lengua euskera, todo parece entrar en un cauce político adecuado, es cuando los problemas se empiezan a hacer más agudos.
El hecho real es que ese momento viene a coincidir con la fase imperialista que surge ahora, dentro del País Vasco en un momento que viene a ser anacrónico si lo comparamos con el nacionalismo catalán. Como éste, el nacionalismo vasco quiere incorporarse una parte del Estado francés -el llamado Euskadi Norte- y hacer suya otra comunidad -como Navarra- que no se identifica con las señas de entidad vasca, todo lo cual desvirtúa el proceso hasta límites surrealistas y abracadabrantes, si no fueran trágicos.
Ahora bien, si el análisis anterior es correcto, el hecho es que el nacionalismo vasco se encuentra en fase imperialista, precisamente en un momento en que cualquier imperialismo es inviable políticamente, y no ya sólo por obstinación autoritaria del Estado español, sino porque el proceso de construcción de Europa en que estamos inmersos lo hace imposible, si es que no fuera ya en sí mismo anacrónico por la circunstancia histórica en que se plantea. El nacionalismo vasco sólo tendrá viabilidad si sabe actualizarse y adaptarse a las coordenadas del tiempo en que vivimos, lo cual supone abandonar la fase imperialista en que se ha instalado. Apeado del imperialismo, la lengua y la cultura vascas encontrarán un lugar muy digno donde acomodarse dentro de la actual estructura política española y europea. El problema es que ésas son decisiones que muchas veces están más allá de la voluntad política de sus propios actores, aunque sin duda puedan coadyuvar a ir encauzando la situación. En último término, sólo la fuerza operativa del tiempo y el sentido de la realidad -si éste logra imponerse- tendrán la última palabra.
José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.