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El cardenal que no quiso ver a Franco

"Ironías inocentísimas"

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El anticlericalismo de derechas que durante décadas apaleó y encarceló a curas, censuró a papas y obispos, y llenó de pintadas los muros de España contra el cardenal Vicente Enrique y Tarancón -"al paredón", rezaban-, nació el 28 de octubre de 1958 tras la fumata blanca del cónclave de los 51 cardenales que entonces tenía la Iglesia católica. El día 9 de aquel mes había muerto Pío XII, el papa que hizo protocanónigo al general Francisco Franco e inundó de bendiciones a la dictadura nacionalcatólica -"catolicismo y patria son consustanciales", rezaba la tesis oficial-, y 19 días después, en la tarde del 28 de octubre, accedió al pontificado un anciano cardenal que había dado sobradas muestras de animadversión hacia todo tipo de dictaduras y fascismos, con desplantes ostentosos hacia el régimen franquista. Era Angelo Giuseppe Roncalli y se hizo llamar Juan XXIII."Alejado peligro Roncallí", había telegrafiado al Gobierno de Franco el embajador de España ante la Santa Sede, Francisco Gómez de Llano, la mañana de aquel 28 de octubre. Los cardenales acababan de votar por décima vez y parecía ya, según las atrevidas fuentes de la embajada, que los partidarios de Roncalli no lograrían reunir los votos necesarios para hacerlo papa (los dos tercios), con lo que en los siguientes intentos, quizá aquella misma tarde, el cardenal armenio Agagianian lograra alzarse a la silla pontificia. Era un prelado no italiano, de forma que el avisado informador creía espantar con esa apuesta los temores de los jerarcas del régimen nacionalcatólico que, en Madrid, fracasados sus tenaces empeños por hacer cardenal al caudillo, querían ver satisfecho, al menos, otro de los anhelos del que, al fin y al cabo, se condideraba fundador del Estado católico por excelencia y reserva espiritual de Europa: que al menos hubiera en Roma un papa a su medida.

Resultaba notorio, según los informes de la dictadura, que Roncalli era un "enemigo del régimen" y, para colmo, declarado "compañero de viaje de los marxistas", pues, como cardenal de Venecia, había osado enviar un mensaje de salutación a los socialistas italianos reunidos en congreso en la ciudad de los canales. Pero el régimen nacionalcatólico detestaba del cardenal, sobre todo, su etapa como nuncio en París, enviado apresuradamente a esa misión por Pío XII porque el general De Gaulle, presidente de la República, se proponía escarmentar severamente a la Iglesia católica en 1944, tras la liberación de Francia y antes de la derrota definitiva de Hitler, por haber apoyado sin tapujos, la inmensa mayoría de sus obispos, al régimen filonazi del mariscal Pétain.Roncalli, además de capear con eficacia el temporal gaullista, había ayudado en esos años (1944-1952) a exiliados de toda ideología y condición, y alzado la voz en defensa de los derechos humanos que la dictadura negaba al pueblo español. E incluso se permitió el lujo de venir varias veces a España -tenía antepasados en el valle navarro del Roncal, como indica su apellido-, sin aceptar verse con Franco. Una afrenta si se recuerda que el general tenía poder para nombrar obispos y estaba acostumbrado a que los prelados le rindieran pleitesía cuando a él le venía en gana -el arzobispo José María Cirarda contó esta primavera pasada a una emisora católica que Franco hizo volver del Concilio Vaticano II a algún obispo para adoctrinarlo-. Pero sí se vio con personas de dudosa fidelidad al régimen, con las que hizo "ironías inocentísimas sobre la situación política española", según relató el cardenal Tarancón en 1981.

Lo cierto es que el historial de Roncalli aquel 28 de octubre de 1958 no podía ser más amenazador para un régimen que odiaba las libertades y que encarcelaba a quienes vivían en el error, según sus principios confesionales. "A quien quisiera objetarme aquí que el error no tiene derecho a existir, bastará contestarle que el error es algo abstracto y, por dicha razón, no es objeto de derechos, pero el hombre sí", escribió Roncalli en defensa de la libertad de conciencia.

El futuro papa también había proclamado que prefería "la medicina de la misericordia más que la de la severidad", lo que dejaba en muy mal lugar el terrible discurso del arzobispo Isidro Gomá en el Congreso Eucarístico de Budapest. "Ninguna pacificación es posible en España, si no es la pacificación por las armas", había dicho Gomá, el primado de España que bendijo el golpe militar de 1936 como Cruzada cristiana. Pasará a la historia como el cardenal de la guerra en contraposición al cardenal catalán Vidal i Barraquer, que desde el exilio acudió a Roncalli en busca de apoyo para que Roma impulsara una negociación de tregua en la guerra civil por "exigencias morales, evangélicas o simplemente humanitarias".

Así que a Madrid, aquel otoño de 1958, le quedaba rezar. No era la primera vez, ni sería la última, que en la reserva espiritual de Occidente se oraba por la conversión de un papa: rezaron por León XIII cuando su encíclica Rerum novarum, por desviacionismo socialista, y volverían a orar cinco años más tarde cuando, muerto Juan XXIII, se avecinaba la elección de Giovanni Montini -"Tontini", se le insultaba en la prensa del régimen-, que elevó su voz varias veces contra los fusilamientos del dictador y que había apoyado la decisión de su predecesor de congelar sine die las innumerables beatificaciones de mártires de la cruzada propuestas por el episcopado, que el propio Pío XII, con gran disgusto de Franco, no había querido precipitar. Roncalli y Montini, dos "peligrosos progresistas", según Madrid, también lo habían sido para el Santo Oficio, que les investigó, acusados de "modernistas" por el carabiniere della fede de turno. Como incluso Benedicto XI fue sometido a vigilancia por ese organismo inquisitivo, que ahora, con nombre nuevo, dirige el cardenal Joseph Ratzinger, resulta que tres papas de este siglo fueron sospechosos de desviaciones para la curia romana.

Así que el embajador Gómez de Llano avisó a Madrid sobre el "peligro Roncalli", aunque más tarde les tranquilizó porque se alejaba la amenaza. Tres horas después, en la tarde de aquel 28 de octubre, Roncalli era elegido papa e iniciaba una revolución eclesiástica.

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