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El feo, lo antipático

Vicente Molina Foix

Dijo un día en Italia Ricardo Muñoz Suay que yo me parecía a Vittorio Gassman, y me deprimió. Ya ven qué vanidoso el humano. La comparación (para el joven cinéfilo con unos cuantos kilos por encima del peso idóneo, entradas prematuras en el cabello y gafas de concha que por aquellos tiempos yo era) no podía resultar más halagadora;al otro lado del espejo metafórico estaba un galán de las comedias italianas, alto y bien plantado, capaz de manejar cómica y seductoramente ese pelazo negro que la naturaleza le conservó, rebajándole el tono, hasta la muerte. Pues nada.Me volví indignado -estábamos en el Festival de Bérgamo, y a la mesa del almuerzo, del que guardo fotos, se sentaban los entonces también jóvenes críticos Augusto M. Torres, Álvaro del Amo y Tomás Pérez Turrent- contra el siempre burlón Ricardo y negué más de tres veces a Gassman y su afilada cara de truhán.Pasaron los años y una tarde se me presentó la oportunidad de conocerle personalmente, con motivo de un homenaje (o premio) que la UIMP le daba en Santander.Yo participaba en uno de los cursos de verano, y el rector me pidió hacer la presentación de Gassman en el acto público del paraninfo. No voy a decir que estrechase lazos de amistad con él, pues fue un día corto, ajetreado, y al actor le sobraban interlocutores y fans. Tendría entonces más de sesenta años, y era un hombre guapo y esbelto hasta dar envidia; evité a conciencia, en el rato que pasé a su lado, medirme físicamente con él. Nadie nos confundió en el escenario de La Magdalena.

Mi reconversión gassmaniana tiene motivos, y no hablo aquí del cuerpo o del rostro. Me paso la vida sacando parecidos a la gente, pero a mí mismo me veo irrepetible. No sé si es algo que nos sucede a todos o sólo es cosa mía, la vanidad de la que hablé antes. Cuando yo rechazaba dolido la supuesta semejanza con el actor italiano, en realidad estaba negando al Gassman popular en mi estricta juventud, el de la película de Dino Risi La escapada. El guaperas mediterráneo, el charlatán de playa, el vivales.

En la fascinación de Santander estaba por medio el teatro; yo le había visto para entonces en varios espectáculos, y en particular en el Informe para una academia, de Kafka,una de las emociones más marcadas de mi vida de espectador.

En su artículo necrológico de La Repubblica ha hablado Dino Risi de la antipatía de Gassman. No la personal, la artística. El genio es intragable, lo sospechábamos, pero Risi se refiere a otra cosa. Él, el cineasta que más veces y quizá mejor le dirigió, y Mario Monicelli, que también le dio a Gassman grandes éxitos en la pantalla ("lo bajamos del pedestal y de la aristocracia del teatro", escribe Risi), le hicieron un simpático meridional, sin duda estupendo y contagioso, pero forzado. La naturalidad de Gassman estaba en el altar del teatro. ¿Vendría de esta escisión entre el comediante cinematográfico y el trágico del verso su larga fase depresiva final? No quiero jugar a los médicos.

Laurence Olivier, Fernán-Gómez, Jean-Louis Barrault,Irene Papas, Charles Laughton (sobre quien Gassman escribe en sus memorias una preciosa página mezclando el verso shakesperiano y las piscinas de Hollywood), María Casares, Alfredo Alcón, Vanessa Redgrave. Altivos como sumos sacerdotes.

Vittorio Gassman interpretó muy buenas películas inolvidables, y en ellas le seguiremos viendo toda la vida, guapo y vivaracho, con su nariz de águila y los profundos ojos depredadores. Pero él pertenecía a otra estirpe, que quizá esté en vías de extinción: la del bicho escénico, imponente y descomunal, rapsódico, embrujador, arrolladoramente fastidioso como todo lo que está varias cabezas por encima de nosotros. Por eso, ahora que ha muerto, quien no haya visto a Gassman en los teatros no podrá decir nunca que le conoce.

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