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Tribuna
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El recibimiento

Uno se quedó abrumado (iba a decir perplejo, pero perdimos hace ya tiempo la ingenuidad) en los recientes días de la gloria futbolera ante la paralización oficial de Madrid. Digo oficial porque los cortes de tráfico se hicieron con el consentimiento expreso de las autoridades, cuya policía motorizada escoltó a la comitiva del equipo ganador de la Copa de Europa desde el aeropuerto de Barajas hasta el centro mismo de la ciudad. ¿O no habían previsto las autoridades que a esa hora del baño de multitudes había gente que tenía que acudir a los hospitales, visitar al notario o acudir al abogado de manera impostergable? Por lo visto, estos ciudadanos atrapados por la urgencia del dolor o de los despachos no existen para nuestras autoridades en determinadas circunstancias. Un infarto tiene menos importancia que el citado baño, expresión tan detestable como la de olor de santidad. ¿O es que se consideró que ese día la taumaturgia de la deportiva gloria iba a suspender el dolor y las visitas acuciantes? Eso y la marcha cotidiana de la vida en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Algo de ello debe de haber, y aclaro, para quien sospeche en uno oscuras intenciones o alma de célibe anacoreta, que vi, sí, el partido y me alegré del triunfo del Real Madrid, que es el equipo de mi infancia necesitada de victorias, pero tampoco me hubiera importado que ganara el Valencia, aunque sólo fuera por aquello de que el novicio, que es el más débil siempre, contará en cualquier caso con mis anticipadas simpatías.No lo discuto: una ciudad puede paralizarse por algunos motivos: catástrofes, manifestaciones contra el terrorismo u otras cosas de este jaez, pero nunca por un partido de fútbol, por muy relevante que sea éste. Tal realidad se llama totalitarismo existencial, o despotismo barbarizado, o cualquier otra fórmula semejante. Me da igual que se me diga que en Nueva York sucede lo mismo cuando gana su equipo dilecto de rugby o de lo que se trate y organizan su recibimiento. Nueva York tiene mil elementos agradables y otros que no lo son tanto. Puestos a copiarla, podemos empezar por sus grandes librerías y bibliotecas, sus magníficos parques, sus gratas aceras, sus cientos de teatros y cines...

Ni me vale Nueva York ni me valen Murcia o Sevilla, si algún día ocurre en ellas algo similar a lo que hemos padecido aquí en las recientes horas de orgasmo deportivo. Como es obvio, los borrachuzos, llamados técnicamente macarras por alguna prensa, aprovecharon la ocasión, el día de vísperas, para cabrear a la policía y hacer cuanto estuviera en sus manos para poner una nota de color gamberro en el ambiente. Tenían sus razones para actuar así. ¿O no han sido esos macarrillas en otros tiempos estimulados por los mismos clubes? ¿O no se ha permitido durante años que las esvásticas lucieran siniestras en algún estadio madrileño?

Uno no quiere aguarle la fiesta a nadie, ni actuar de intelectual abstracto o moralista: simplemente, pretende ejercer el sentido común, y el sentido común dice que esta clase de paralizaciones de la ciudad son un tributo oficial -sí- a la cada vez más poderosa barbarie. Oficial, de la misma oficialidad que nos cobra los impuestos, la misma.

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