Tiempo de parábolas
Cada época tiene su teatro. El de Buero Vallejo emergió cuando lo único con rasgos salvables que se estrenaba en Madrid eran las comedias de Miguel Mihura y de otros dramaturgos próximos a la estética y el humor de La Codorniz. Como escribió un crítico, lo más moderno y actual que se representaba por aquellos últimos años cuarenta eran los clásicos. En ese contexto, Historia de una escalera fue recibida como un aterrizaje de emergencia del maltrecho teatro español en el territorio de la realidad. El público lo percibió así desde la primera función (la intensidad y la duración de los aplausos, que comenzaron antes de que acabara la última escena, obligaron a los actores a repetirla íntegra), y una obra que había sido montada porque lo obligaban las bases del Premio Lope de Vega y que estaba destinada a salir de cartel en dos semanas -para que entrara el Tenorio, como cada año por el Día de Todos los Santos- siguió representándose durante seis meses.Buero comenzó arriba del todo, y se mantuvo allí durante dos décadas. Drama a drama levantó un universo simbólico personalísimo que, habitualmente, llegó al público en fecha y hora. Su manera de hablar de grandes temas universales y de cuestiones candentes de la realidad española (del sistema político totalitario, por ejemplo) sin que nadie se tuviera que dar necesariamente por aludido le convirtió en el más posibilista de nuestros autores críticos y en el más estrenado también. Realmente escribió para todos los públicos. La parábola del pacto y de la posterior lucha sin cuartel entre David, el ciego protagonista de El concierto de San Ovidio, y Valandin, su explotador, era tan atractiva y tan comprensible para quienes estábamos entonces en edad escolar (Estudio 1 llevó en los años setenta el mejor teatro de la época a los hogares de todos los estratos sociales en días y horas de máxima audiencia) como pudiera serlo para el público adulto y frecuentador de los teatros.
¿Hasta qué punto se plegó Buero a las exigencias de la época? ¿Y hasta qué punto se le podría reprochar? En cierta ocasión afirmó que el régimen franquista intentó comprarle de un modo explícito: sus representantes estaban dispuestos a poner a su servicio todo el aparato de proyección y de propaganda exterior del Estado si él se plegaba a introducir en su obra posterior temas de corte religioso. Pero, declaradamente agnóstico, no pasó por ahí.
El declive de Buero como autor coincide con el cambio de discurso y de coordenadas estéticas que trajo consigo el boom del teatro independiente. Los jóvenes directores y actores de estas compañías -muchos de los cuales ocupan lugares claves en la escena actual- buscaron su inspiración lejos de todo lo que hubiera tenido que ver lo más mínimo con el teatro estrenado comercialmente durante la dictadura, y la consolidación de la democracia no ha hecho sino ahondar en esta tendencia y abrir nuevos caminos.
Seguramente el éxito más cierto de todo este periodo le llega a Buero con el estreno de El sueño de la razón en el prestigioso Dramaten de Estocolmo, donde tantas veces ha dirigido Ingmar Bergman. La puesta en escena de La Fundación en el Centro Dramático Nacional, durante la pasada temporada, y el estreno de Misión al pueblo desierto en el teatro Español de Madrid han tenido algo de homenaje -y quizá de obligación tácita para dos teatros que dependen de las administraciones públicas-, pero están desgajados de una realidad teatral viva que hace tiempo mira hacia otro lado
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