Al oeste de África
No es común que dos artistas, y de generaciones diferentes, de la ultraperiferia española, las islas Canarias, coincidan en Madrid para exponer su obra reciente; ha pasado ahora, y los protagonistas son Pedro González, un extraordinario pintor abstracto, y José Abad, escultor que desde su rincón lagunero (los dos artistas son de La Laguna, por cierto, la ciudad universitaria y ahora patrimonio mundial por la conservación de su primer trazado urbano) ha trabajado el hierro y la madera para concluir una obra singular que no reniega de sus distintos magisterios. Uno expone sus pinturas en la galería Rayuela y el otro concentra su última obra escultórica (Al oeste de África es el título que ha elegido para agruparla) en una de las amplias salas del Conde Duque.Los dos han ido a las raíces de una identidad y también de un dilema, que es el de nuestras vecindades. Por parte de Pedro González, su voluntad ha sido la de aventurarse en las expresiones gráficas que inspira el Teide, el volcán que alienta la esencia de los símbolos isleños, y Abad se ha ocupado de rebuscar en una identidad que durante años, e incluso siglos, Canarias se ha hurtado a sí misma la evidencia de la proximidad africana. A los chicos se nos enseñó a pensar que no estábamos en África, y nos educamos en la vocación universal, globalidad en la que muy poco se mencionaba la realidad de nuestros vecinos.
Ambos son de generaciones importantes para entender el devenir cultural de las islas. La guerra civil, y sus dolorosas secuelas fascistas, acabaron con un movimiento cultural muy lúcido que había juntado a las islas con el extranjero, a través sobre todo de Gaceta de arte, la mítica revista del surrealismo que comandaron Pérez Minik y Eduardo Westerdahl; esa generación no pudo ser oscurecida del todo por la bota insolente del fascismo, que siempre ha querido que se olvide esa etapa lúcida y abierta de la cultura insular, porque tuvo herederos inmediatos que se soldaron con el ejemplo y la actitud de sus precedentes. En el liderazgo de ese grupo estaba Pedro González: activista cultural, antifranquista, comandó una página literaria y aglutinó con un poeta, Julio Tovar, una generación literaria en torno al grupo Nuestro Arte, del que nacieron artistas de menor edad, como el poeta Arturo Maccanti o los narradores Luis Alemany y Emilio Sánchez-Ortiz. De actitudes muy radicales, Pedro González se manifestó contra esto y aquello y mantuvo un diálogo muy vivo y muy polémico con la generación anterior, que le respetó pero le contradijo; al final, él se convirtió en un pintor con voz muy exclusiva, clavó la bandera del abstracto en las islas y lo defendió como si fuera un campo ilimitado. El tiempo lo ha llevado más cerca de la realidad y, como el Turner de las últimas etapas, se ha dejado penetrar por el paisaje exterior, que en su isla es inexcusablemente el Teide, y traslada a Madrid el resultado de su mirada. Conociendo su vocación abstracta, que haya llegado a esos contornos significa, y debe significar para los que ven ese ámbito desde la Península, lo que supone ese símbolo telúrico en la fabricación de la memoria isleña.
Abad vino después; su generación se encabalga con la de González y los otros artistas reseñados, y contiene singularmente a José Luis Fajardo, un gran pintor lírico cuya trayectoria vital y pictórica tiene un reflejo literario en un libro escalofriante que publicó recientemente Tauro Ediciones con el título de Los papeles rotos. Abad se concentró en la escultura, tuvo como maestros tangibles a Oteiza, Chirino y Chillida, y a Manuel Millares, y desde aquel rincón buscó formas que alguna vez lo emparentaron con el Henry Moore menos dulce. Fue, pues, en la isla, un hombre que consolidó sus propias formas, que son las que ahora trae resumidas en esta exposición monumental que ha abierto en el Cuartel del Conde Duque; el título, Al oeste de África, explica la ironía que la propia muestra contiene: no se trata sólo de mirar al otro lado, si es que África es el otro lado con respecto a Canarias, sino que trata de averiguar también cuáles son los orígenes de una sensibilidad universal que también contiene, en los ámbitos estéticos, la propia tradición africana. La madurez le ha dado a Abad sensualidad en el gesto, y lo ha hecho más risueño, más contento de sí mismo y, sin duda, más satisfecho de la atmósfera que crea.
Es curioso, los dos vienen del mismo sitio, y ambos han hecho, en estos días, y por vericuetos tan diferentes, una misma excursión a una raíz que evidentemente los hace felices.
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