Milos Forman saca delicadísimos matices de la gruesa comicidad gestual de Jim Carrey Exquisito ejercicio de lenguaje del joven turco Nuri Bilge Ceylan en 'Nubes de mayo'
Hubo ayer aquí un día completo de buen cine, de las dos buenas caras de la moneda del cine. El director checo Milos Forman trajo otra de sus divertidas visiones esperpénticas de la vida en EE UU con su arrolladora The man on the moon, que llenó de gracia el lado espectacular de esa moneda, y, lo más sorprendente, que la gruesa comicidad de Jim Carrey sigue en este notable filme su proceso de refinamiento. El otro lado, el oculto de aquella moneda, el reservado a las alquimias de la imagen, llegó en un humilde filme turco titulado Nubes de mayo, pequeña obra maestra.
Hace unos años, el cineasta checo afincado en Estados Unidos Milos Forman presentó en este festival El escándalo de Larry Flint y, contra todo pronóstico, ganó el Oso de Oro. Este año, The man on the moon, una película de estilo y características parecidas, pero muy superior a aquélla, lo más probable es que no alcance tan alto galardón y tenga que conformarse con alguno más pequeño de los llamados de consuelo. Así de arbitrarias suelen ser las cosas en estas confrontaciones entre el negocio y el arte de la imagen.Pero casi lo de menos es lo que una película se lleve o deje de llevarse en una competición como ésta. Lo que importa es la hondura de la huella que ha dejado su paso por ella y The man on the moon tiene toda la pinta de que grabará su huella en la memoria de este festival. Esta nueva película de Milos Forman ahonda, con trazo más firme al tiempo que más ágil, en la misma visión esperpéntica de la vida en Estados Unidos que proponía en El escándalo de Larry Flint. Si en ésta hurgaba en las trastiendas del negocio de la pornografía y ponía al descubierto, casi patas arriba, el lado turbio de la moral sexual norteamericana, ahora Forman busca qué hay detrás de otro asunto verídico, el de Andy Kaufman, un cómico pionero de la televisión en directo, allá por los años cincuenta.
Dos tesoros
Lo que Milos Forman encuentra en su indagación son dos auténticos tesoros. Uno es la riqueza que contenía aquella forma primaria de hacer televisión. Era un mundo lleno de riesgo, de vitalidad y de imaginación, una aventura diaria en la que incluso gente impreparada como Kaufman logró llegar a ser un eminente cómico, gracias a la posibilidad que le daba el medio de emplear su furor iconoclasta, su desatada inventiva y su capacidad para corroer el orden que aprisionaba la vida a su alrededor. Kaufman se servía para este trabajo de demolición de sus tendencias mitomaníacas, propias del exhibicionista y el mentiroso patológico que llevaba escondido dentro y que acabó aflorando y apoderándose de su identidad, hasta el punto de que cuando por fin dijo una verdad, que tenía un cáncer y se moría, nadie le creyó. Se hizo famoso el chiste de que el entierro de Andy Kaufman fue la última de sus mentiras y así lo conmemora Forman, resucitándolo a través de una de sus caracterizaciones, en la memorable escena que cierra la película.
Del otro tesoro que nos regala Forman -la conversión del inaguantable payaso canadiense Jim Carrey en un estupendo actor- ya teníamos evidencia por El show de Truman. Pero aquí Carrey va más lejos. No compone un personaje de una pieza, sino un tipo complejo, con varias trastiendas oscuras, al que resuelve con precisión y con un admirable uso del gesto cortado y del matiz. Carrey está graciosísimo en su trabajo de desenterrador de su viejo colega Kaufman, que fue tan mal cómico como él, y que, como él, se arriesgó y del riesgo extrajo el talento, la capacidad para transformarse y transformar su mundo.
En las antípodas del cine espectáculo, del que la última película de Milos Forman es todo un alarde, el joven cineasta turco Nuri Bilge Ceylan nos propuso ayer el otro rostro del cine, el rostro escondido, más profundo y quizá menos efímero que el brillante ejercicio de gracia de The man on the moon. Bilge Ceylan es autor del cortometraje Koza, que ganó un premio en el Festival de Cannes de 1995, y del largometraje Kasaba, que fue galardonado en la Berlinale de 1998. Ayer, este casi novato nos trajo Nubes de mayo, una sencillísima, humilde e incomparablemente bella película artesanal, que no hará colas en las aceras de las ciudades ni su título se verá reproducido en gruesas letras por ninguna revista de cine teñida de glamour.
Pero Nubes de mayo tiene toda la pinta de que es una película que quedará, que alguien la seguirá viendo dentro de 10 o de 20 o de 50 años. Se percibe su perennidad en la rara exactitud que alcanza su secuencia, en la precisión de contornos que nos ofrece su imagen, en el prodigio de la elocuencia de su lenguaje, puro lenguaje cinematográfico que recuerda lejanamente a algunas de las mejores películas del iraní Abbas Kiarostami, y más cerca a El sol del membrillo, del español Víctor Erice. Como se ve, ambas referencias son serias, e indican que Nubes de mayo vuela a gran altura.
Pero el espíritu del artista a quien Nuri Bilge Ceylan dedica su película, el genial escritor ruso Anton Chéjov, es a mi juicio, el que realmente nos da la clave de entendimiento de esta película. Nubes de mayo es, en efecto, una pequeña obra maestra chejoviana. Todo en ella recuerda el mundo de aquel profeta de la modernidad, uno de los espíritus más lúcidos que han existido. Nubes de mayo es, en rigor, por responder plenamente a esta referencia, el mejor, el más puro, el más hermoso cine que se ha visto en esta edición de la Berlinale.
Babelia
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