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22 senadores de EE UU piden a Clinton que apoye la regulación internacional de transgénicos

Washington se convierte en el principal escollo para la firma del Protocolo de Bioseguridad

Javier Sampedro

ENVIADO ESPECIALEl Gobierno de Estados Unidos, que hasta ahora ha logrado bloquear la firma de un Protocolo de Bioseguridad que impondría ciertas restricciones al libre comercio internacional de transgénicos, está enfrentándose a crecientes presiones internas para que flexibilice su postura. Si ésta siguiera inalterada acarrearía de nuevo el fracaso de la reunión de la Convención de Seguridad Biológica que, auspiciada por la ONU, pretende alcanzar antes del viernes en Montreal (Canadá) un acuerdo mundial sobre el asunto. Veintidós senadores estadounidenses (de un total de 100) se han desmarcado de la postura de Washington y conminan a su Gobierno a firmar el protocolo.

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Menos grados de protesta que en Seattle

Estados Unidos no asiste oficialmente a la reunión de Montreal, pero es la cabeza del llamado Grupo de Miami, del que forman parte también otros cinco grandes exportadores de grano: Canadá, Argentina, Chile, Uruguay y Australia. Este grupo se opone a que las consideraciones sobre diversidad biológica o seguridad sanitaria, como las que pretende introducir el Protocolo de Bioseguridad, puedan generar excepciones a las normas internacionales sobre libre comercio, hasta ahora siempre negociadas en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC).Pero en una carta dirigida el pasado día 20 a la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, 22 senadores de EEUU conminan a su Gobierno a que "desista de presionar para que la OMC se incluya en el Protocolo de Bioseguridad y que permita a los firmantes de la Convención de Diversidad Biológica de la ONU que establezcan sus propios criterios para la transferencia de material genéticamente modificado".

La iniciativa, promovida por el congresista independiente Bernard Sanders y suscrita por otros 20 parlamentarios demócratas y un republicano, deja claro que la posible resolución de la disputa internacional sobre los productos genéticamente alterados sólo puede tener lugar fuera de la OMC. No es ajeno a ello el fracaso de esta organización en su intento de avanzar hacia un acuerdo en materia de comercio biotecnológico en la conflictiva reunión de Seattle (EE UU), en diciembre pasado.

Las reservas sobre los productos transgénicos no vienen, en realidad, avaladas por ninguna evidencia científicamente sólida, pero esto es ya lo de menos. Tanto los países europeos como las naciones en vías de desarrollo están cada vez más decididos a imponer, en sus importaciones de semillas u otros productos con genes extraños, unos controles sobre la seguridad para la salud y el medio ambiente que van más allá de la actual legislación sobre libre comercio, auspiciada sobre todo por la OMC. Este organismo no cuenta entre sus objetivos con la protección del medio ambiente y es, por tanto, inadecuado para negociar restricciones comerciales basadas en ese criterio.

La propia Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos ha impuesto recientemente ciertas restricciones al cultivo en ese país del maíz transgénico denominado Bt, una variedad resistente a la plaga del taladro que lleva incorporado un gen que produce una toxina bacteriana (de la bacteria Bacilus turigiensis).

Los experimentos de la Universidad de Cornell (EE UU) que sugirieron que este maíz era dañino para las mariposas monarca han sido muy criticados por la comunidad científica. Pero ello no quita para que la Administración estadounidense parezca estar usando de puertas adentro criterios más restrictivos que los que luego apoya en los foros internacionales.

Ayer, en Montreal, asociaciones de pequeños agricultores de varios países exportadores (incluido Estados Unidos) se mostraron a favor de la firma del protocolo. A primera vista podría parecer que los agricultores exportadores debieran ser los primeros interesados en una legislación internacional lo más laxa posible; lo cierto es que no siempre es así, y ello se debe a las crecientes reservas que los alimentos transgénicos vienen suscitando en los países que deben comprar esos productos.

António Wunsch, por ejemplo, presidente de la cooperativa de cultivadores de soja Cotrimaio, de Brasil, que agrupa a unos 6.500 pequeños productores, señaló que su asociación se ha visto forzada a elaborar un detallado protocolo para garantizar que la soja que exporta está libre de productos transgénicos. Ello implica tomar precauciones comprobables en los campos de cultivo y garantías certificables en todos los pasos del proceso, desde la siembra hasta el transporte.

Esas garantías y certificaciones, que ya les exigen a los agricultores algunos importadores, como Francia y Japón, han encarecido el proceso de producción entre un 8% y un 10%, según Wunsch, que señaló que serán al final los consumidores quienes tengan que afrontar ese sobrecoste ("aunque intentaremos pasarle la factura a Monsanto", comentó el brasileño medio en broma).

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