Pombo, otra vez
Como siempre, no sabemos qué nos deparará el año nuevo, aunque "el mundo siempre ha sido de una suerte", como dijo Lope; pero sí sabemos ya lo que nos han deparado los últimos días de 1999, literariamente hablando. Y es la edición otra vez de Pombo, el gran libro de Ramón Gómez de la Serna, Ramón simplemente; Pombo y su segunda parte, La sagrada cripta de Pombo. Dos volúmenes, 1.300 páginas de literatura, de sustantiva, límpida, insistente, descomunal literatura, además de llevar las ilustraciones más varias y en ocasiones más inesperadas, santo y no sé si seña de su genial desenvoltura. Los ha editado Visor con la colaboración de la Comunidad de Madrid, una iniciativa que revela la necesaria eficacia de la Administración pública cuando hace lo que la iniciativa privada no tiene por qué hacer.Y aquí está otra vez Ramón viviendo la gloria unánime de su nombre. Ramón, simplemente, como Lope, como Federico. No se trata -según ha supuesto algún airado censor de las costumbres hispanas- de grosera familiaridad, sino de cercanía existencial. El nombre sólo designa la proximidad de la criatura, su arraigo social, colectivo, coral, que no necesita de más aditamentos para significar y significarse.
Ramón únicamente nos ofrece literatura: palabras que nos deslumbran, reconfortan, sueñan, cantan, excitan, poseen, aman, en fin. El idioma hecho agua cristalina, saltona, burbujeante, poderosa, que nos salpica, alcanza y bautiza con sus linfas esenciales. Ramón sigue en esto la mejor tradición de la prosa española: la que empieza en Alfonso X, la del castellano, que recoge Bernal Díaz del Castillo en su crónica de la conquista de México, hereda el autor del Lazarillo, asume santa Teresa y se hace líquida arquitectura en las manos de Miguel de Cervantes para esconderse después demasiado tiempo y reaparecer bajo la boina airada de Pío Baroja. La prosa nítida, limpia, originaria que aloja los ecos de las calles y las plazas pero que también sube a los castillos donde aguardan, hermosas, las dulces damas de las metáforas e imágenes más ardientes.
Así, hecha de calle y castillo, de tierra y cielo, de pueblo y alta aristocracia -la sangre del espíritu-, así esta prosa perdurable que nos engancha, arrebata, enamora, quiere. Qué más da que Ramón y sus obras no salgan en la lista de libros más vendidos si Ramón está en las mejores listas, la de quienes aman el lenguaje, en este caso el español, como la suprema expresión de los hombres.
Porque, en efecto, quien ama de este modo las palabras es un agudo defensor de la dignidad humana. Los poderes oscuros detestan el lenguaje y, por eso, lo envilecen, lo coartan, lo vigilan, lo manipulan, lo trivializan. Ramón, por el contrario, les da libertad a las palabras, las suelta al aire del vivir para que vuelen como quieran y a donde quieran. Pájaros sus palabras, sí, arrebatadas aves de cetrería que cazan los misterios más hermosos, altas águilas de sueño que arriban a las cumbres del ser. Residente en la tierra de las palabras, Ramón sabe convertir la tierra en cielo.
Pombo, todos lo saben, fue una tertulia, el lugar de una de las grandes tertulias de la preguerra, y en ella, calle de Carretas, oficiaba todos los sábados Ramón, sacerdote sin tonsura de la Literatura con mayúsculas. Después vinieron las bombas y las explosiones, y Pombo se deshizo como tantas cosas; pero no su libro, sus libros, que ahora han vuelto más limpios y frescos que nunca. Sea lo que fuere el año 2000, Pombo ha regresado para alegría de algunos y confortación de otros. La inmensa minoría, que dijo quien sabía y podía.
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