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Obra de Dios

Vicente Molina Foix

Fui de los agoreros del Teatro Real. De los que, habiendo sido muy optimistas con el primer giro en la gestión del teatro dado por Elena Salgado al nombrar director artístico a Stéphane Lissner, cayeron en el pesimismo cuando un castigo político acabó con ella y una bravuconada de Tomás Marco (cuya hoja de servicios en la dirección general pasará a la historia con menos gloria -incluso- que sus partituras a la de la música) forzó de mala manera la salida de Lissner. Escribí en estas páginas sobre el atroz estilo del Ministerio de Cultura en el asunto, sobre el culpable silencio que alguno de los patronos guardó entonces vergonzosamente, y me senté a esperar la programación de la obra operística completa de José María Cano. Fui también a la cena de desagravio a Lissner en el restaurante Jai-Alai de Madrid, del que, tras escuchar bellos discursos, los presentes salimos con síndrome de náufragos resignados -en un islote donde ondea la banderita española- a subsistir a base de una estricta ración de agua, azucarillos y aguardiente. En las dos primeras temporadas vimos grandes óperas contemporáneas (La zorrita astuta, de Janácek; Peter Grimes, de Britten; The Bassarids, de Henze; Corvo branco, de Glass) en montajes de extraordinario empeño y calidad; el pesimista que aún latía en nosotros advirtió que eran las rentas del programa diseñado por Lissner antes de irse. Una Aida chabacana y -en todos los sentidos de la palabra- chillona, que el nuevo director artístico, García Navarro, brindó como tarjeta de presentación, agravaría las tendencias suicidas de muchos aficionados inquietos. Y llegaron Las golondrinas, de Usandizaga, una zarzuela que el Real rescataba -¿repesca en el río revuelto del casticismo?- en la versión operística del hermano del compositor vasco tan precozmente muerto.Desconfiado al entrar en el teatro, salí de la función feliz de un espectáculo excelente, que sacaba del cruel olvido que España reserva a sus muertos una música inventiva y llena de vigor verista. He leído ahora en la prensa y escuchado comentarios irónicos sobre la ópera de Chapí Margarita la tornera, en la que, efectivamente, sale la Virgen María a escena y se producen subidas al cielo. El PP fomenta la ópera nacional-catolicista. El Teatro Real, martillo de herejes. Qué grandes titulares periodísticos. Dijo EL PAÍS que algunos espectadores de la primera representación juzgaban rancia Margarita la

tornera y hacían bromas sobre cómo el Gobierno de la derecha despedía musicalmente el milenio bajo un manto mariano. Melómanos más sofisticados lamentan que el Real desempolve una obra de un melodismo tan postromántico estrenada en 1909, el año de la Elektra de Richard Strauss. En España se pasa con pasmosa facilidad de la nada a la más absoluta miseria modelna. El arte ya no es una carrera de relevos, en la que si Schoenberg nos pasa el testigo del Moisés y Arón todos tenemos que seguir corriendo dodecafónicamente. Esta temporada, el Real ofrece El caballero de la rosa, en la que el mismo Strauss de la percutiente Elektra se permite hasta un vals, y sólo dos años después. En 1909, es verdad, existían Satie y el cubismo, pero Puccini daba los últimos retoques a La fanciulla del West. No quiero ni pensar en la rechufla que puede aquí montarse si el PP gana las elecciones y el Real programa en el 2001 Diálogo de carmelitas, de Poulenc, que será todo lo obra maestra que se quiera, pero de monjas. O nos pone una ópera de Penderecki o Martinu, muy vanguardistas ellos, pero creyentes.

La música de Margarita la tornera es una maravilla orquestal, y tiene escenas de bellísima escritura vocal; el libreto está a la altura (por supuesto baja) de muchas obras maestras de Verdi. De un gran teatro público yo espero el paso adelante, pero agradezco la mirada hacia atrás, sobre todo si el pasado está tan maltratado como el nuestro y las obras son tan buenas como esta de Chapí. Su Virgen milagrera (que conocía, y con placer, por las leyendas de Alfonso X y Zorrilla) no me escandaliza. Me escandalizaría si bajo un Gobierno de izquierdas el Real no juzgase correcto programar una genial ópera cristiana.

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