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Tribuna
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El virus vital

Los 20.000 manifestantes de Seattle han encontrado, por fin, el lugar y el sujeto. Uno de los mayores inconvenientes de nuestro tiempo es la gran dificultad para localizar la plaza o el palacio justos donde situar la queja. El poder se ha propagado de modo tan difuso, por redes en vez de jerarcas, que las protestas se diluyen en la indeterminación. Hay, sin embargo, tres o cuatro organizaciones internacionales que se revelan como recintos donde se citan los responsables del poder. Una de ellas es el Banco Mundial, otra el Fondo Monetario Internacional (FMI), otra el G-7 (grupo de los países más industrializados). La Organización Mundial de Comercio (OMC) se adivina, además, como la más activa. No es sólo la materialización de la mente neoliberal, es también su corazón y su mano ancha planeando sobre el mapa de todas las naciones y los enclaves remotos.Bajo el omnipresente vendaval de la OMC las líneas aduaneras y los cercos arancelarios perecen como las malas plantas bajo el efecto de los herbicidas. La OMC fumiga el planeta con una química de calidad que, como la bomba de neutrones, deja aseada la tierra mientras envía a la muerte a millones de seres humanos. Puede que también devaste, como denuncian los sublevados de Seattle, algunas especies más, formaciones ecológicas, equilibrios sanitarios, empleos, pero ese desbroce va unido al objetivo de despejar la Tierra; allanarla para favorecer la circulación de mercancías, capitales, obreros, impulsos de especulación que deben encontrar el espacio barrido, pulimentado y transparente.

Contra ese imperio de la transparencia comercial, contra ese afán de fluidificar y liquidar obstáculos, contra la violencia de la homogenización y el pensamiento único, se alzan los manifestantes en el extremo más occidental de Occidente. Desde esa punta crece, como ha sucedido con la difusión de otros fenómenos, en la música, en el cine, en la ropa, en la arquitectura o en la alimentación, la nueva tendencia hacia la negación del sistema. Y con una ventaja añadida ahora: en esta época no hace ya falta, como en los sesenta, un sistema alternativo que oponer. Basta con tratar de disminuir la masa crítica de éste.

A un sistema cualquiera es preciso oponerle otro equivalente, pero al sistema global, omnisciente, absoluto, basta negarle el todo para perjudicarlo. Contra el comercio total el comercio justo, contra la planetarización de las empresas el planeta de fabricación local, contra el empacho de la política económica una dosis de economía política.

El siglo XXI comenzará con la proliferación de descontentos y rebeldes. Occidente se ha saturado de sí y ha embotado con su contagio a los antiguos pueblos coloniales. El mundo entero se encuentra empapado de occidentalidad y harto, a la vez, de su decadencia interna. Cuando no existe alternativa, cuando no hay intercambio posible, cualquier sistema pierde vitalidad, carece de la tónica de lo Otro y falto de esa interacción, crece patológicamente, como un tumor. De este mal de continuada excrecencia se encuentra enfermo el mundo occidental, el sistema único, el pensamiento único, la acumulación sin límite. Sin oposición, sin alternativa, sin dialéctica, el sistema viene a reproducirse en una repetida clonación que engulle cuanto encuentra. La OMC es la energía enferma de ese cuerpo obeso, global, que tiende a sumar insaciablemente más ámbitos y riqueza a su metabolismo sin control.

La subversión en Seattle, en la Ronda del Milenio de la OMC, no es otra cosa que uno entre otros signos sucesivos que brotan desde fuera contra el cuerpo delirante del sistema. Un antivirus de salud. De modo que el mismo Clinton, el número uno en la hegemonía global, ha juzgado con "viva simpatía" las protestas de los alborotadores. Sin ese antídoto de la protesta viva, sin más réplicas, la masa del sistema seguirá una deriva ciega, extraorbital, obsesiva, necesariamente mortal.

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