_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Corredores de la muerte', perversa paradoja

En este nuevo mundo, tan avanzado para algunos, hay muchas gentes que nacen ya condenadas a malvivir en corredores de la muerte. Quienes vienen al mundo en Kosovo, nacen mujer en Argel o niños de la rua de Brasil, crecerán sabiendo que una mano asesina puede llegar en cualquier momento a cegar esas vidas nacidas en la incertidumbre de su propia continuidad.Pero Joaquín José Martínez, ahora condendo a muerte en el Estado de Florida, no había nacido en uno de esos genéricos corredores de la muerte. Pertenece a un país, España, que en este momento de su turbulenta historia, tantas veces cainita, ha suprimido, como tantos otros países, la pena de muerte. Claro que, también entre nosotros, como en todas partes, surgen gentes que matan; pero ya no queda nadie que tenga derecho a matar. Tampoco el Estado, porque hemos renunciado explícitamente a ello.

Joaquín José Martínez se fue a un país de esperanza. Los rumbos de su destino no fueron buenos, e, implicado en un crimen, fue juzgado y condenado en primera instancia y ahora se encuentra en el corredor de la muerte de la prisión estatal de Florida, en Estados Unidos de Norteamérica, el país que lidera el mundo, el país que adoctrina a todas las naciones sobre la urgente exigencia de implantar los derechos humanos para todos. Ese país, ese líder, cree tener el derecho a matar a Joaquín José Martínez.

Liderar el mundo, ser cabeza del imperio, comporta una evidente grandeza, y no pocas servidumbres. No es la más pequeña la de ganarse día a día la autoridad moral necesaria para guiar a los demás.

Cuando en 1783 se reconoció en el Tratado de París la independencia de las colonias inglesas, partida de bautismo internacional de Estados Unidos, el conde de Aranda, plenipontenciario español, escribió al Rey un memorial verdaderamente premonitorio. Aparte de reconocer que el dominio español en las Américas ya no iba a ser muy duradero, el conde de Aranda anunciaba el nacimiento de una gran potencia, que tomaba vida como un pigmeo y que "mañana será gigante conforme vaya consolidando su constitución, y después un coloso irresistible en aquellas regiones". Aranda anunciaba, además, que el engrandecimiento se iba a fundar en mensajes de libertad. No está mal para 1783. Ni sería malo que, una vez encumbrado, siguiera siendo la libertad el mensaje justificativo del liderazgo.

Pronto fue verdad aquella profecía, y Estados Unidos, desde su dimensión colosal, debe hacer honor a la exigencia moral que su liderazgo comporta. La actitud de Estados Unidos en cuanto a la pena de muerte degrada cualquiera de sus bien intencionadas exigencias en el resto del mundo en cuanto a la implantación de los derechos humanos.

La realidad es que, después de la República Democrática China, EEUU es el Estado del mundo civilizado que más condenas a muerte impone (3.500 en la actualidad) y que más ejecuta (350 desde 1977). Fue en 1977 cuando se dio la triste marcha atrás en la justificada abolición judicial de la pena de muerte, que había sido acordada por la Corte Suprema en el caso Furman vs Georgia (1972).

Causa estupor el análisis de la jurisprudencia americana posterior a 1977. En ella se ha sacrificado la justicia en el altar de la diosa de la eficacia expeditiva, y 37 Estados han reintroducido la pena de muerte como factor de prevención e intimidación. Supongo que sin éxito en esos objetivos, pues a estas alturas de la civilización me parece que está claro que el imperio de la violencia no se desanima, ni mucho menos, por la aplicación de la pena de muerte. La condena y ejecución de los criminales significa, entre otras cosas, un triunfo de las consideraciones utilitarias de moral y del consensus político de las mayorías en perjuicio de los derechos de las minorías. J. Martínez está en la minoría de los hispanohablantes, de los marginados, de los desheredados; y si cometió un crimen, lo que está por ver en la apelación, deberá pagar por ello. Pero no ha perdido su derecho a vivir.

El amplísimo margen de arbitrariedad que comporta un proceso requiere que en él se decida sobre la vida y la muerte, pues las personas no pueden vivir o morir dependiendo del capricho de un hombre (el juez) o de 12 (el jurado). Mucho menos cuando en la imposición de la pena de muerte hay una componente selectiva alimentada de los prejucios y de las inercias de las mayorías frente a las minorías, de manera que quienes forman parte de éstas -marginados, impopulares, pobres, y despreciados- son fácilmente condenados a morir, cuando en las mismas circunstancias se salvan de ese castigo los que forman parte del grupo mayoritariamente privilegiado. Así aparece en los datos e informes que todo el mundo maneja y que nadie lee ni aplica. Un miembro de la raza negra tiene ocho veces más posibilidades de ser condenado a muerte y ejecutado que un blanco que asesine a una víctima negra o de otra minoria.

Martínez es un ser humano y un ciudadano español, que está en pleno proceso para decidir si merece o no castigo. Pero sí estoy seguro de que hay algo que no merece: la muerte a manos del Estado. El derecho a la vida desencadena todos los demás derechos, y ni aunque él hubiera privado de la vida a otra persona le sería aplicable la pena de muerte. Se dice que ésta está respaldada por el voto popular. La justicia ya no se imparte en la plaza pública, ni el clamor de las masas puede ser un arma letal. La sociedad se ha dado resortes para impedir que el impulso de la opinión pública sea bastante para quitar la vida a alguien. Los jueces, las instituciones y los hombres y mujeres del mundo del Derecho sabemos hace tiempo lo que las masas no siempre entienden: que la ley no puede matar.

Desde el Colegio de Abogados de Madrid, toda una trayectoria histórica al servicio del derecho de defensa, sabemos que hemos de perseverar en esa lucha por erradicar la pena de muerte, acto de poder que por sí solo deslegitima al poder. El caso de Joaquín José Martínez comporta la burla trágica de haber situado en un corredor de la muerte a quien en su país, por los mismos hechos -si es que los ha cometido- nunca se le podría quitar la vida.

Luis Martí Mingarro es decano del Colegio de Abogados de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_