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Tribuna
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El siglo y Alberti

Llegaban en el siglo pasado a Jerez gentes de toda Europa: para hacer el vino, que ya era famoso en tiempos de Shakespeare, que lo cantó. Llegaban los Domecq y los Delage de Francia, los Byass de Inglaterra y los Alberti desde Génova. Los abuelos: "Grandes cosecheros de vinos, grandes burgueses, propietarios de viñas y bodegas, católicos hasta la más estrafalaria locura y la más violenta tiranía". Los amos de El Puerto, decía, al empezar el siglo.Su prima Rosa "tocaba, pensativa, el arpa", ya en el cielo, cuando el niño Rafael estudiaba en el colegio de los jesuitas de El Puerto de Santa María -el de Villalón, el de Juan Ramón: un nido de poetas, pero también el de la religión "fea, sucia, rígida y desagradable"- y no quería: "Nadie bebe el latín a los diez años. El álgebra ¡quién sabe lo que era! La física y la química, ¡Dios mío, si ya el sol se cazaba en hidroplano!". Había nacido casi con el siglo, en 1902, y viene a morir cuando se acaba, y aún el último libro en que ha trabajado acaba de llegarme por el correo: una nueva versión de La arboleda perdida. En el libro anterior, Canción de canciones: con María Asunción Mateo, su última compañera, una antología de poesías de amor; él mismo está representado por el Diálogo entre Venus y Príapo ("¿Quién persigue mis óleos seminales?", dice Venus; "¿quién mi gruta de sombra / y navegar oculto mis canales?").

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El poeta que sabía pintar

Ha vivido todo el siglo de un español universal. Esperanzas y ruinas. A los 15 años ya estaba en Madrid; y había guerra en Europa, y aquí se discutía entre germanófilos y aliadófilos; y él pintaba. Iba al Prado y copiaba. Fue la salud la que le llevó a las sierras -Guadarrama- y el reposo lo que le condujo a la poesía ("Pintar la poesía / con el pincel de la pintura"). Las primeras que escribió hicieron Marinero en tierra -el niño de El Puerto haciéndose adolescente en el Madrid de la sierra- y le dieron el Premio Nacional de Literatura en 1924-1925.

Y ya era el tiempo del primer dictador de su vida, Primo de Rivera, y de sus primeras conspiraciones contra la dictadura. Ya empezó a ser "el poeta en la calle". Y el joven comunista: tres meses en la joven Unión Soviética, de la que otros volvían decepcionados, y que a él le llevaría, más tarde, a militar en el partido: nunca lo abandonó. No sé si él lo estaría alguna vez, pero por lo menos no lo ha dicho, y no ha renunciado nunca al Premio Lenin de la paz y por eso, si se va sin el Nobel, se puede ir bien sin él por la vida cuando se es ya Rafael Alberti, que está por encima de todo.

En esto, los Alberti se habían hecho pobres, o casi pobres, y él estaba becado por la Junta de Ampliación de Estudios, cuando la apadrinó la República, y esas becas le dieron los viajes; y ese republicanismo, ese comunismo, quizá ese libertarismo oculto de siempre, le dio a su esposa y compañera, María Teresa León, divorciada: de esa artistocracia roja de la que se hicieron los Hidalgo de Cisneros, algunos Mauras, ciertos Semprunes, algunas De la Mora.

Era la época de la Institución, de la Residencia: era lo que parecía el primer esclarecimiento -o ilustración, o época de las luces con retraso- mientras aún duraba la oscuridad. Era el tiempo de los poetas que empezaban a llamarse "del veintisiete", del amor a Góngora, del primer homenaje a Bécquer. Estamos ahora diciendo, en esta muerte, que era el último de la generación: tras el fallecimiento de Ernestina de Champurcín, que fue la mujer de Domenchina ("Seré tuya aun sin ti el día que los sueños / alejen de mi senda tu frente creadora"), que nació en Vitoria el 10 de junio de 1905 ("Éste es el único dato real y esencial de mi biografía", escribió ella. "El resto es... literatura").

Cuando esta república "de trabajadores de todas clases" (según su Constitución; algunos dijeron "de intelectuales de todas clases", y era verdad) fue combatida, el poeta salió a la calle otra vez. Suya fue la operación de protección de los cuadros del Prado (Noche de guerra en el Museo del Prado es la obra de teatro en que lo cuenta); y él estaba en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Los otros le criticaban porque la Alianza, que se quedó, creo, con el palacio de Medinaceli -ya no existe; de niño, el hijo del cocinero de los duques aprendió salsas y buena escritura, y fue el periodista Francisco Lucientes- donde daban té y pequeños conciertos de música de cámara, vestidos, él y María Teresa, con el mono azul. El Mono Azul, uniforme del miliciano, nombre de la revista de la Alianza. Salió el 7 de noviembre de 1936 Alberti al balcón de Unión Radio -Radio Madrid, la SER de hoy; ahí está el balcón en la Gran Vía; "la avenida del quince y medio", por el calibre de los proyectiles de los generales de Santa Bárbara- a recitar su romancero de guerra, su llamada a la resistencia: "... Porque si, Madrid, te duermes / querrás despertar un día / y el alba no vendrá a verte".

Llegó ese día sin alba: Alberti y María Teresa se fueron a Francia: "Cuando apenas comenzaba a comprender de nuevo lo que es el caminar tranquilo por una ciudad encendida, he aquí que Francia se apaga de pronto, sonando las sirenas de alarma en París y los primeros cañonazos de la Línea Maginot". Otra guerra perdida. Y otro exilio.

Buenos Aires, Roma, otra vez Buenos Aires... No era tan fácil vivir: había que volver a la pintura, al dibujo, al grabado: a las exposiciones. Y a los artículos, suyos y de María Teresa.

Tuvo que esperar la muerte de Franco, y aún tardó en volver. Vino antes su teatro, el homenaje nacional: la Noche de guerra en el María Guerrero, cuando aún era UCD la que gobernaba (Pérez Sierra, director general; Marsillach, director del CDN); El adefesio, en el Reina Victoria, dirigida por José Luis Alonso y con una regresada ilustre: María Casares, hija del ministro republicano Casares Quiroga, primera actriz en la Comédie Française, que dejó por no nacionalizarse francesa (más que nada, por respeto a la memoria de su padre; y su gran amor, Camus, era al mismo tiempo francés, argelino y español). Tardó en venir. Y aun cuando vino llevaba siempre en el bolsillo un pequeño transistor para oír las noticias: no estaba seguro de que el fascismo no regresara. Aquí y en Europa. ¿Quién está nunca seguro?

Perdió a su compañera antes de que muriese: María Teresa perdió la razón, disuelta en el Alzheimer. Y Rafael encontró esta última compañera que le ha ayudado. Encontró mucha gente que le estimuló, que le ayudó "a volver a ser": a Núria Espert, con la que daba recitales por los teatros de España; un régimen que le dio el Premio Nacional de Teatro; un Puerto de Santa María donde todavía están los grandes nombres de los bodegueros, los nietos y los biznietos de los que llegaron con los primeros Alberti, de los cuales es el último (queda su hija, Aitana: el nombre de la blanca sierra levantina de la que se despidió en el barco cuando iba hacia el exilio de América).

Todavía estaba en vísperas de un homenaje : todavía estaba dibujando (apenas hace unos meses que me envió su última litografía: la 67 de una serie de 100, dedicada a Galatea. ¿Se veía él a sí mismo como Pigmalión?) cuando le llegó esta muerte. Ha llenado un siglo, y un siglo desastroso, que ha permitido a cada persona ver sus esperanzas y la muerte de sus esperanzas. Alberti: con el mono azul, con la gorra de marinero en tierra, con la chaqueta extravagante con que entró en el primer Congreso como diputado del partido comunista; Alberti, que llegó a la cena de los Premios Cavia de Abc la noche en que, por la tarde, había enterrado con lágrimas a Pasionaria, que presidió ese primer Congreso como decana de edad. ¿Una contradicción? No, estaba por encima de las contradicciones. No ha traicionado nunca: a veces, ha callado por no traicionar. Fue el siglo el que le traicionó a él.

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