No se va a poder
HORACIO VÁZQUEZ-RIAL
La República Argentina es hoy un país desarbolado por una dictadura que, si en la cronología formal, la que atiende a la fecha de la toma del poder por las juntas militares y a la fecha de su retirada, tras la demencial aventura de las Malvinas, duró poco más de un lustro, en la realidad política se había iniciado mucho antes y aun hoy hace sentir su influencia. Desde que, en 1962, un grupo de torturadores perteneciente a una brigada de la policía de la provincia de Buenos Aires hiciera desaparecer al obrero y militante sindical Felipe Vallese, hasta el asesinato tolerado del periodista Cabezas, la violencia, la corruptela, el robo, la prevaricación y el crimen no cesaron en las filas de esa institución, sea que sus miembros se presenten como tales, con uniforme y demás señas reconocibles, sea que se presenten como atracadores, en muchos casos a cara descubierta, sea que se presenten como parapoliciales en función de represión política.Porque la acción parapolicial, con picos espectaculares, como en los tiempos de López Rega, y con periodos de bajo perfil, como en la primera época del Gobierno de Alfonsín, durante los juicios a los militares, se ha mantenido a lo largo de los últimos treinta años y es un factor decisivo del poder real.
Una población amedrentada por tal sombra del mal rara vez denuncia los delitos de los que es objeto; a pesar de ello, se logran estadísticas, y son espeluznantes: es sabido que uno de cada cuatro habitantes del Gran Buenos Aires ha sufrido alguna forma de depredación, desde los camioneros que temen salir a la carretera porque les detienen y les dejan abandonados sin vehículo y sin carga, hasta el ciudadano que coge un taxi y es asaltado por el conductor, a menudo con cómplices que le siguen en otros automóviles.
Un aparato judicial en el que aún sobreviven numerosos jueces designados por las juntas militares, y una policía al servicio de la violación permanente de las leyes eran y son necesarios para unos gobiernos nacionales y provinciales profundamente corrompidos. Escasísimos han sido en la era de Menem los altos cargos que no se dedicaran a la apropiación sistemática de bienes ajenos, tanto en forma directa, hundiendo las manos en las arcas públicas, como a través de trapicheos justificados con decretos y reglamentaciones de pago. Es sabido, por ejemplo, que el producto dinerario de la privatización de la empresa petrolera nacional, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, gracias a maniobras de quienes la formalizaron, y con la anuencia del presidente de la República, jamás llegó a su destino natural, es decir, al tesoro del Estado.
Nadie sabe qué proporción de la enorme deuda externa de la Argentina se hubiese podido saldar con todo el dinero que en la última década ha ido a parar, sin consecuencia penal alguna, a bolsillos particulares, pero, en cualquier caso, se trata de un porcentaje considerable.
En una situación así es natural que los argentinos se sientan desmoralizados. Aun tratándose, como se trata, de un pueblo con una envidiable salud moral. No me parece ocioso recordar aquí, a modo de aval para tan arriesgada afirmación, que la Argentina ha sido el único país del mundo en el que se ha juzgado y condenado en proceso abierto a los responsables de una dictadura sanguinaria, sin necesidad de intervención exterior alguna: cuando se habla del Nuremberg argentino, se olvida que los juicios a la jerarquía nazi fueron una imposición de los vencedores de la guerra. Pero la cosa no se detiene ahí: a pesar de las sucesivas leyes de perdón parcial que le fueron arrancadas a Raúl Alfonsín, hasta la lamentable concesión del "punto final", y a pesar del indulto concedido por Menem, los principales responsables de la guerra sucia han sido y están siendo nuevamente procesados y detenidos por delitos imprescriptibles. Y ello se debe a un serio y continuado movimiento de opinión y de acción social.
No obstante, los argentinos se sienten desmoralizados, cansados, melancólicos. En las tertulias de café, tan frecuentes y acogedoras, de las grandes ciudades del país, se habla constantemente de proyectos, de soluciones, de acciones imprescindibles. Y demasiadas veces he oído yo repetir una frase, una conclusión, un cierre de debate en esas tertulias, como para no pensar que ha adquirido el carácter de una asentada filosofía: "Estaría bien, pero no se va a poder". Es la consecuencia de muchos y largos años de luchas y de logros invariablemente despreciados, negados, contradichos por la clase política. No es imposible que los resultados de estos comicios, tanto positivos como negativos, vengan a ratificar el pesimismo de los esforzados ciudadanos que permanecen en la brecha. Mal asunto el que la Alianza pierda. Peor asunto el que gane mal.
La Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación, que en las elecciones del próximo domingo presenta la candidatura a la presidencia de Fernando de la Rúa, no es únicamente un nuevo partido, nacido de la unión del Frepaso (Frente del País Solidario), la Unión Cívica Radical y otras corrientes de menor peso, sobre todo demócrata cristianas, sino el núcleo organizador de una nueva clase política. La prensa, con afán de síntesis, califica a la Alianza de partido o coalición de centro izquierda, pero es algo más: es el lugar de encuentro de las izquierdas, el centro tradicional y una parte de la derecha que, por buenas razones éticas, no comulga con el menemismo, que sólo ha invocado los principios del liberalismo económico a modo de conjuro para disfrazar un ejercicio delictivo de usurpación y venta en provecho propio de los bienes del Estado. En la Alianza están representadas todas las fuerzas políticas del país, incluido un número importante de peronistas.
La mera existencia de un movimiento como la Alianza, con un programa esencialmente ético, bastaría para alegrar a cualquier persona de bien. Las encuestas, que dan el triunfo a su candidato presidencial por amplio margen, hasta inducen a la euforia. Y es aquí donde yo digo: "Estaría bien, pero no se va a poder". No porque De la Rúa, y Graciela Fernández Meijide, candidata de la Alianza al Gobierno de la provincia de Buenos Aires, no puedan ganar las elecciones, sino porque, si las ganan, poco poder real tendrán en el ejercicio de sus cargos.
En el régimen electoral argentino, el cambio en la presidencia y en los gobiernos provinciales no presupone un cambio de legislatura. Los parlamentos no se renuevan en su conjunto, sino por tercios. En este caso, cambian dos tercios del parlamento nacional y dos tercios de los provinciales, dejando en sus puestos a otro tercio, que representa la relación de fuerzas de consultas anteriores.
Hay que preguntarse, pues, si el posible triunfo de Fernando de la Rúa implicará también un triunfo de la Alianza en el plano parlamentario; y, de no ser así, cómo gobernará con minoría de diputados, con provincias enteras, lo que supone también senadores, en la oposición, con una crecida porción de jueces de dudosa legitimidad, con una policía mafiosa a cargo de la custodia de la ley, una policía que reclama una seria depuración que sólo parece practicable con un total acuerdo en la clase política y en la judicatura, con un aparato sindical manejado en su mayor parte por el menemismo y con un ejército del que no se sabe muy bien dónde está. Y si De la Rúa gana la presidencia pero Graciela Fernández Meijide no gana el gobierno de la provincia en que reside casi el cuarenta por ciento de la población del país y en que se da la mayor suma de desastres a reparar, el panorama es aún más desalentador.
Para el observador apasionado, que desea con toda el alma el final de una era nefasta en la historia argentina, pero que conserva cierta lucidez política, lo menos apetecible es lo que más probablemente ocurra: una victoria pírrica en las elecciones del 24 de octubre, una victoria que llevaría a la presidencia, pero no al poder, una victoria de De la Rúa, pero no de la Alianza, que es tan frágil como cualquier otra esperanza: una victoria de ese carácter podría acabar con ella y con todo lo que representa, tan pronto como el nombre de su candidato se estampara al pie de unas páginas de historia escritas por los verdaderos amos de un sistema que se mantendría intacto.
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