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Sacrificio poético

Cuando, en 1933, Lorca estrenó Bodas de sangre, una de las obras de teatro que renovaron el concepto de tragedia española, afirmó que se había inspirado en "notas, observaciones tomadas de la vida misma, del periódico". Más tarde se supo que cinco años antes había topado, por casualidad, con una noticia en El Defensor de Granada, o tal vez en el Abc, en la que se contaba la historia del crimen de Níjar: una novia huida el día de la boda, un primo de la misma asesinado. Durante varios días, Lorca siguió con interés el suceso y su resolución; al parecer, un hermano del novio burlado sorprendió a la novia que escapaba con su primo y quiso vengar a su hermano. No se le ocurrió otra cosa que asesinar al primo en cuestión.Una crónica de sucesos más, ocurrida hace setenta años, un drama rural propio de la España negra, que se convirtió en un inesperado éxito de público y crítica. El gran acierto del autor consistió en transformar un hecho sangriento -un crimen para el que su responsable buscó excusas débiles, excusas basadas en el alcohol- en un sacrificio poético.

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Tal vez nos haga falta un nuevo Lorca, pero, por desgracia, no andamos escasos de crímenes rurales y pasionales. Hace exactamente cinco años, tiempo suficiente para dar lugar a una nueva Bodas de sangre, en el valle del Baztán moría un hombre joven en mitad del monte. Regresaba de una cita secreta con su amante. Las sospechas se centraron, en primer lugar, en el marido de su amante.

Al parecer, han tardado estos cinco años en reunir pruebas contra tres hombres: el marido, el asesino y un encubridor; el sumario se abrió y volvió a cerrarse varias veces, sin arma homicida, sin coartadas que pudieran ser rebatidas, sin nada más que un móvil pasional en el que apoyarse. Al fin, el marido de la mujer, que también resultó herida en aquella noche, ha confesado: no fue él quien cometió el crimen. Mientras sus dos cómplices esperaban apostados en un camino forestal a la pareja, él se tomaba unas copas en el bar de Gartzain.

Poco cambian las cosas: si acaso, el asesinato moderno llega envuelto en un aura de sordidez, de ruindad, que el tiempo ha eliminado en el crimen de 1928. Ya no sirve de nada excusarse en el honor, como hizo el vengador de entonces. Sólo un hipócrita y falso sentido de la hombría puede llevar a una persona a asesinar a otra por una razón sentimental. Sin embargo, son este tipo de maltratos los más comprendidos, y uno de los más extendidos también.

Continúa vigente la idea de que amar a una persona implica poseerla. En algunos casos, la posesión de la mujer se confunde con el dominio sexual sobre ella. Una persona que mantenga una relación con la mujer propia no sólo defrauda la confianza, no sólo engaña al marido: le arrebata algo que poseía. A través de la mujer, su cosa, su dominio, insulta al marido, y, según esa filosofía primaria, el único modo de devolver la honra a una mujer casada y a su hombre es la muerte del agresor.

De nada sirve ampararse en que conductas de ese tipo abundan en climas más cálidos, en los que la huella mediterránea o árabe dejó más huella; son herencia de una insensibilidad que aún perdura, del miedo a sentir y la debilidad y el egoísmo. De la creencia, tan extendida, de que quien ama debe sentir celos: de que resulta fatal confiar en el otro, que el afecto no debe ser compartido.

De hecho, la última película de Aranda, titulada, precisamente, Celos, ahonda en los peligros de las relaciones viciadas, en las desgracias que puede motivar dejarse llevar por emociones destructoras. Es ése el único campo, la literatura, el cine, en que pueden tolerarse las muertes, en que pueden llevarse a cabo las venganzas sin más reproche que si están bien o mal descritas.

Espido Freire es colaboradora de la edición de EL PAÍS del País Vasco. Éste es su último artículo.

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