Una narradora

Espido Freire (Bilbao, 1974) se dio a conocer hace poco más de un año con una novela que abría expectativas bien fundadas. Se trataba de Irlanda, un relato perfectamente trabado y sostenido con argumentos estéticos y narrativos de la mejor calidad. En esta novela, la autora vasca dejaba meridianamente claro su don para la narración, para construir un clima, dando la sensación siempre de que los hilos de la novela conducían a la sugerencia imprescindible, a ese acto esencial de mostrar y a la vez esconder que a veces exigen ciertas historias. De esa novela a mí me ha quedado su fortaleza para dibujar lo inaprensible, para dibujar lo más terrible y lo más inevitable. La maquinaria imaginativa estaba, con Irlanda, suficientemente engrasada para dar un salto hacia una mayor complejidad, de la inventiva y del sentido de fundación, delimitación y profundidad de un territorio imaginario.Bajo estas coordenadas se puede entender la naturaleza de la segunda novela de Espido Freire. Donde siempre es octubre es una novela no sólo primordialmente para quedar prisionero de sus personajes, de las historias que los atan irremediablemente y que los separan. De esta magnética novela me ha quedado su lógica implacable, de construcción y de sentido. De lo primero, porque no hay nada que chirríe entre los personajes extraños que la pueblan y el mundo físico que los abarca; de lo segundo, porque todo está pensado para vivirlo desde la soledad de la ficción más absoluta. Resulta además ejemplar que una novela como Donde siempre es octubre, tan anclada en una geografía ficticia, nos proponga una red tan tupida de psicologías enfrentadas y afines, y una rigurosa capacidad para maniobrar entre la ironía reveladora y la conciencia de palpar lo físico y lo espiritual a la vez. Vamos a ver lo que nos depara su tercera novela.
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