Una noche transfigurada
No podía fallar. La Orquesta Filarmónica de Cámara de Viena incluso era bonita de ver porque sus 24 miembros son treintañeros, se gestionan a sí mismos (quiero decir que no hacen bolos funcionariales) y transpiran música por todos los poros; sólo hay que observar cómo se miran y se vigilan. Su director, Claudius Traunfellner, los ha elegido de entre las mejores orquestas vienesas y ha diseñado una sonoridad redonda, muy disciplinada, con un elegante y discreto apoyo de metales y maderas. El suspense estaba en el programa, cuya primera parte era de lo más agradable, la Viena eterna, digamos; pero tenía como segunda parte a Schönberg, la Viena maldita. Ciertamente, éste es el Arnold Schönberg de 1899, pero todos sabemos cómo respira un público del mes de agosto en la costa. Sin embargo, no podía fallar. Quienes llevamos años pidiendo a los programadores que no sean más conservadores que su público, nos frotábamos las manos como si hubiera ganado nuestro caballo.La respuesta fue: llenazo, había gente incluso en los confesionarios y más de cincuenta aspirantes en lista de espera se quedaron sin concierto; audición entregada, ni una tos, ni un telefonín, ni un caramelín; ovación prolongada y agradecida, hasta el punto de que los músicos optaron por irse mientras seguíamos pegados al banco eclesiástico, que es severo con el culo, como manda el Vaticano. ¡Era la una de la madrugada!
Programa inteligente
La verdad es que el programa había sido concebido con inteligencia. Si alguien esperaba clasicismo vienés, se quedó con un palmo de narices. Los adioses, de Haydn, sonó de un Sturm und Drang apoteósico y ni siquiera el trivial numerito de los músicos despidiéndose uno a uno apagó el galope pasional que es alma de esta sinfonía. En secuencia perfecta, el Concierto número 5 para violín y orquesta, de Mozart, el de toda la serie que mejor se presta a una interpretación con temperamento, brilló como fuego gracias a la excelente Karin Adam, cuyo estilo arrebatado (su especialidad es Tchaikovsky, Brahms y Sibelius) hizo de Mozart un discípulo de Fritz Kreisler. ¡Qué cadencias, señor!Y con esa preparación llegó La noche transfigurada en la versión que Schönberg orquestó en 1917-1943, menos pura que el sexteto, pero más espectacular. Este poema simbólico, de un lirismo patológico, puede tomarse como un punto final a espaldas de Wagner y remarcar los aspectos más terminales de su cromatismo (es lo que hace Boulez), o, por el contrario, considerarse un jalón más de la tradición que continuaría con las Metamorfosis sinfónicas, de Strauss, y buena parte de la música del siglo XX. Así lo hizo Claudius Traunfellner y el poema sonó perfectamente vivo, más actual que hace un siglo, desgarrador y en el límite del expresionismo.
Los aplausos del público habrían continuado si los veinticuatro músicos, que al fin y al cabo son centroeuropeos, no hubieran decidido irse a la cama con gran dolor de corazón, y abandonar la sala tras un delicioso pizzicato de despedida, la única concesión "vienesa" de la noche.
Los veraneantes y aficionados, entre los que daba gusto ver al consejero de la Generalitat Pere Macias (¡hay políticos ilustrados, quién nos lo había de decir!), salimos a la calle transfigurados. Incluso más morenos, debido al recalentamiento emocional.
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