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Tribuna
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La bondad sin concesiones

Solíamos vernos antes de que él se fuera con Clara, su mujer, a pasar el mes de agosto a Zarautz, como venía haciéndolo desde que se conocieron (mil novecientos cincuenta y pocos). Cada vez le pesaba más el tórrido verano madrileño y su ideal último -Clara se había jubilado- era pasar al menos los meses de julio y agosto junto al mar, como mínimo esos meses. La última vez que se iba a Zarautz, el año pasado por estas mismas fechas, tomaba conmigo y su mujer una cerveza cerca de su casa, después de una grave operación. Sin embargo, ese día estaba ya muy bien, francamente recuperado, con muy buen aspecto, casi con el aspecto de siempre, sólo algo más demacrado y más delgado, sólo eso. Ese día contó anécdotas muy divertidas relacionadas con el mundo literario -se enjugaba las lágrimas con un pañuelo blanco como solía hacer cuando lloraba de risa-, aunque lo más frecuente era que rehuyera las menudencias de la sociedad literaria y, si lo hacía, predominaba en sus relatos la comicidad benevolente, nunca la maledicencia, la acidez o la causticidad. Él era un hombre ético que aspiraba a la limpieza y a la verdad, y era limpio y verdadero como nunca he visto ningún otro. Nunca le oí hablar mal de nadie, ni siquiera en los casos en los que él había sido la víctima de alguna marrullería (pero no hablaré de eso aquí, ahora).Claudio Rodríguez sabía que era un poeta importante, y no se engañaba al respecto, pero jamás ejerció de tal, nunca -aquí otra vez nunca-, y todo en él era una natural y apabullante lección de sencillez y humildad, que los más estúpidos y malvados del mundo literario podían interpretar como debilidad excesiva o vulgar campechanía. Era en realidad sencillez genial. Su predilección por los lugares antimundanos por excelencia -mercados, bares de barrio- o su necesidad de irse solo por ahí de vez en cuando expresaban muy bien esa forma de contrarrestar con su vida diaria la pegajosa presunción o el ostentoso engolamiento con los que a veces se reviste la literatura. Su gran obra de poeta grande se escondía en esos lugares donde lo normal era que no conocieran bien su oficio y la dimensión de su notoriedad pública, o que la apreciaran desde la pura y simple sencillez popular que no sabe pero admira sin comtemplaciones. Siempre he pensado que de esa manera descansaba y se perdía en la naturalidad a la que aspiraba y con la que soñaba. Donde desaparecía su personalidad pública literaria encontraba el tono de su existencia más auténtica y pura. De ahí que le gustara recordar su condición de caminante empedernido, de futbolista y pelotari en su juventud, de contertulio de jugadores de cartas y de aficionado a toda clase de borracherías varias, por recordar la palabra maravillosa con que nombraba su afición al vino, y que es el centro de uno de sus muchos poemas portentosos: Con media azumbre de vino.

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Iba con gusto a las reuniones de la Academia y respetaba profundamente a sus compañeros de institución -los sabios, solía decir, sin asomo de ironía-, pero le costó Dios y ayuda hacer los trámites en los plazos previstos para ingresar en ella. Sobrepasó todas las prórrogas habidas y por haber, y sólo cuando ya no quedaba más remedio, cuando tenía la soga al cuello, se decidió a escribir su discurso sobre la poesía de Miguel Hernández. Estaba en el mundo literario, pero le costaba seguir sus convenciones. Y no era un iconoclasta: se sentía agradecido en ese caso y en todos en los que le quisieron premiar o acoger. Ya muy enfermo, las últimas peocupaciones que salieron de sus labios fueron la Academia y la Complutense, en la que últimamente daba clases de poesía. Pero también sabemos que todo este año último lo dedicó intensamente a escribir el que iba a ser su próximo libro: Aventura. Me dijo que uno de sus temas, o su tema, era la muerte, pero con cierto desenfado, entre sonrisas y evasivos suspiros típicos en él cuando quería rehuir el engolamiento y la predicación con respecto a sus tareas de escritor. ¿Acaso había presentido que su fin estaba cerca, y que el tiempo para cumplir sus proyectos se le iba de las manos?

Era un gran poeta y era un hombre bondadoso. Le gustaban mucho los niños -él no tuvo hijos- y recuerdo en una ocasión con qué cariño y dedicación quiso entretener con toda clase de inventos infantiles a mi hijo Miguel. Sé que lo hacía con todos los niños que se le ponían a tiro, y también me contó al respecto anécdotas entre cómicas y angelicales, reveladoras de una entrega instintiva y generosa al mundo de la infancia, sin duda una forma de volver a ella o de no querer estar del todo apartado de ella. Debía de ver en los niños el verdadero territorio de la inocencia, uno de los temas claves y determinantes de su poesía (su poesía toda es un intento de recuperar la inocencia perdida y actualizarla en sus poemas de manera que parezca eternamente viable). Era delicado y cuidadoso con los demás poetas y siempre te trataba de tú a tú, aceptando una especie de paridad no jerárquica con su interlocutor, fuera quien fuera, desde el más atrabiliario poetastro hasta el más valorado por él de los poetas. Nunca aceptaba la altura de su posición como una forma de apabullar o humillar al otro. Siempre te implicaba en fórmulas que generalizaban la actividad de escribir poesía -"También te pasará a ti", "A ti también te habrá ocurrido"-, sin duda con el fin de crear un caldo de cultivo común que provocaba cercanías algo más que corteses, siempre cálidas, muy profundas y humanamente cálidas. Pero también era un hombre misterioso a su manera, y creo que ocultó muchas cosas, tal vez las que más enigmáticamente perfilan sus poemas. Cuando leemos su poesía nos preguntamos sobre la clase de experiencia que la sustenta, porque sin duda son poemas los suyos muy elevados y yo diría que hasta radicales. Esas extremas y tan intensas relaciones con el entorno, esa absorción de la realidad tan absoluta, esas exigencias iluminativas e interrogativas y sin duda también morales, nos hacen pensar en un hombre que ha visto y vivido cosas trascendentes sin dejar de tener por ello un fuerte arraigo en la tierra y en la vida común. De ahí esa curiosidad por saber acerca de sus entresijos más íntimos -Claudio siempre ha tenido a su alrededor moscones empeñados en descifrar sus entrañas ocultas-, pero él en general rehuía esas curiosidades que debía de interpretar como espúrias e impertinentes intromisiones en su intimidad. En todo caso, por más que sus poemas sean profundamente elocuentes en sí mismos, sabía mucho más de lo que decía que sabía. Sabía prodigiosamente de poesía y a nadie le he oído decir observaciones tan certeras y profundas sobre esta cuestión como a él. Pero sus observaciones no eran doctorales, sino casi traídas por los pelos, dichas a regañadientes, telegráficas, escuetas, pero precisas y luminosas, exactas y certeras, nunca presuntuosas ni pedantes. Leía sus poemas con una naturalidad mágica, con un dramatismo sereno y humano, con una impregnación de sonoras y delicadas vibraciones muy por encima de lo corriente. Su cordialidad resonaba en esas apariciones públicas, llenas de una mayúscula humildad y también de un humor que llevaba al auditorio a una permanente sonrisa o a la abierta carcajada, antídoto sin duda contra la grandilocuencia y el endiosamiento, de los que era un acerbo enemigo.

Me duele profundamente no haberme podido despedir de él este verano como solíamos hacerlo. Mis últimas llamadas telefónicas no tuvieron éxito. No podían tenerlo. No había nadie en su casa. Era imposible que estuviera en ella. ¿A qué otra casa habrá que llamarle ahora?

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