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Tribuna
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Bajo el signo de Orfeo

Cinco libros integran la producción de Claudio Rodríguez: Don de la ebriedad, Conjuros, Alianza y condena, El vuelo de la celebración y Casi una leyenda. Obra escasa y que, sin embargo, le ha bastado a su autor para ocupar un puesto de excepción en la lírica española de la segunda posguerra y, por consiguiente, en la poesía de la segunda mitad del siglo. Esa exepcionalidad comenzó con su primer libro, que obtuvo el Premio Adonais -su autor contaba 19años-, y se vio confirmada con la publicación del segundo.No era una excepcionalidad gratuita ni dictada por alguna contingencia más o menos efímera. Claudio Rodríguez apareció en la poesía española con una visión poética nueva que se articulaba en una dicción poética singularizada. Frente a la poética más o menos realista de sus compañeros de promoción, el autor de Don de la ebriedad aportaba un realismo visionario que tenía de realismo sólo la apariencia, e incluso ciertas formulaciones verbales, pero que en la práctica profunda remitía a la tradición órfica, la del puro canto poético, la de la celebración exenta, como se produce en Hölderlin, en los grandes románticos, en los poetas simbolistas franceses -en especial Rimbaud, bien leído por el autor-, en Mallarmé y, posteriormente, en autores tan diversos como Rilke, el último Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén y, más tardíamente, en Dylan Thomas, a quien Rodríguez sólo conocería después de su primer libro, con motivo de su estancia en Inglaterra, y en quien encontró un espíritu poético en muchos aspectos gemelos, como lo encontraría también en el gran jesuita Gerard Manley Hopkins, poeta de Dios y de la naturaleza.

Más información
Don de la ebriedad (I)
Arriesgado y valiente
Otra dimensión
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Poesía de las orillas del Duero

El orfismo de Claudio Rodríguez no desembocaba en planos estrictamente metafísicos; era, por el contrario, una visión trascendida de la naturaleza que en la literatura española recordaba a un poeta bien leído por él, fray Luis de León, en poemas como Canción de la vida solitaria o Al licenciado Juan de Grial, o al Machado de A José María Palacio. Es a estos poetas castellanos a los que más se asemeja Claudio Rodríguez en sus opciones formales. No es un poeta del campo, sino de la naturaleza, que mana como una fuente de revelaciones, aunque el autor no tiene inconveniente en recurrir a paisajes campesinos y a formulaciones a veces ruralistas.

El título de su primer libro era bien significativo de la tradición órfica en que el poeta se instalaba: el lenguaje poético como Don de la ebriedad, como Facultad gratuita, como regalo del decir que se derrama sobreabundante, a modo de gran inspiración, de gran revelación. Y, en este sentido, Rodríguez trae a la memoria algunas percepciones de san Juan de la Cruz: "Siempre la claridad viene del cielo; / es un don, no se halla entre las cosas, / sino muy por encima...", dicen los versos iniciales del libro. El poeta se instala, pues, heideggerianamente, en la casa del ser, que es el lenguaje poético primordial; en la esencia del canto poético, que es el lugar donde se arraigan los poetas en tiempo de penuria: "Cantar es existir", dice Rilke, y este sentido del canto es el que anima a nuestro poeta. Pero lo hace con apariencias formales muy cotidianas, muy de filiación realista, hasta el punto de que la crítica ha podido hablar de realismo metafórico.

En todo caso, este júbilo realista ante la realidad sonó con acento muy personal en aquellos años cincuenta y siguió sonando así en los años siguientes, aun con las inflexiones que esta voz fue adquiriendo. Su orfismo no le ha impedido a Rodríguez captar la fractura esencial entre el hombre y el mundo en los tiempos modernos. Para decirlo con el título del tercero de sus libros, de un lado está la alianza, la adhesión, el canto; de otro está la condena, el rechazo, la disensión.

Sus dos libros siguientes marcaron hasta lo trágico este movimiento dual. El dolor profundo, derivado de vivencias atroces, se eleva en ellos junto al puro canto desligado, pero no logra neutralizarlo. De ahí el tenso dramatismo de esta voz, que alcanza quizá su más conmovido cenit en los reverberantes poemas de Casi una leyenda. Un testamento de belleza profunda.

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