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El comisario

Era una mole humana ante la cual resultaba imposible alzar la voz. El comisario Martin Bangemann, ahora ex responsable comunitario de industria, tecnologías de la comunicación y las telecomunicaciones, me concedió 20 minutos de entrevista cuando, a finales de 1996, llegó a Barcelona para presentar el Bangemann Challenge, programa europeo para construir la sociedad de la información. Fue un encuentro inolvidable. Iba él ese día de coronilla, con lo que su amable saludo no incluyó ni un "hola" o un "buenas tardes", sino una tajante instrucción: "No contestaré preguntas escabrosas sobre mi vida privada". Fue una feliz coincidencia que, en aquel momento, a los posibles lectores de la entrevista no les interesara lo más mínimo la vida privada del comisario y, en cambio, mucho más la revolución de la globalización de la información, que él, atinadamente, definió como "un viaje a lo desconocido: debemos aprender a utilizar lo desconocido". Hoy, por el contrario, a la vista de los acontecimientos protagonizados por el señor comisario en los últimos días, creo que la vida privada del comisario, dirigente del partido liberal alemán, debe de ser un viaje a lo desconocido mucho más apasionante que la mismísima estrategia europea frente a la sociedad de la información. Así que siempre lamentaré que aquella decidida orden del comisario no despertara entonces en mí mayor interés profesional: hay vidas privadas que son verdaderas declaraciones de principios, cosa que, incluso en los 20 minutos de nuestro encuentro, pude comprobar en lo que se refiere al señor comisario. Fue él quien, tras hacer un panegírico contundente sobre los extraordinarios negocios que para el dinero privado más selecto iba a permitir la revolución de las telecomunicaciones ("en el mercado global de la información habrá 10 grandes jugadores, potentes conglomerados económicos", aseguró), explicó que para él mismo los ordenadores carecían de interés. "Utilizo el ordenador para jugar al ajedrez. Yo soy de aquellos que ha descrito Negroponte, que no tienen tiempo suficiente para meterse en un ordenador y aprender a escribir en él. Lo utilizan mis secretarias. A mí no me resulta útil", dijo. Pocas veces he visto a los grandes hombres hablar con tanta claridad: el ordenador es un instrumento, si no proletario, sí, decididamente, para esas clases medias a las que no les queda otro remedio que utilizarlo. No es una afirmación gratuita: hará un par de años la revista norteamericana Fortune organizó el consabido seminario sobre las autopistas de la información, también en Barcelona, y acudieron desde el ex presidente George Bush hasta encumbradísimos superempresarios globales. El gran éxito del encuentro consistió en que estos adalides de la sociedad global y de la información se sentaron, por primera vez en su vida, ante un ordenador: la revista, en vista de la ausencia de conocimientos que esos señores tenían sobre las posibilidades reales de los ordenadores, organizó un cursillo de lujo para que supieran de qué estaban hablando. El señor Bangemann no es, siquiera, una excepción a esta regla que muestra que, muchas veces, quienes diseñan el mundo desconocen su realidad, incluida la realidad que promocionan. Estar en esa estratosfera decisoria significa, por ejemplo, que cuando se va la luz no se percibe su ausencia porque un potente grupo electrógeno se pone en marcha automáticamente. Y así, claro, es difícil que nos crean cuando aseguramos que las redes eléctricas y de teléfonos no funcionan como debieran. Un amigo mío asegura que los teléfonos móviles se han inventado, precisamente, para no pasar cuentas a las dichosas redes. Mi amigo, por ejemplo, está convencido de que pronto veremos la nevera a pilas y más artefactos con autonomía energética... carísimos, claro. Pero queda la duda: ¿saben el señor Bangemann y compañía lo que es una nevera o que un simple rayo nos deja a oscuras a estas alturas de la globalización?

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